lunes, 18 de febrero de 2013

para poder perdonar

El perdón es ese acto de bien con el que nos desprendemos del rencor y el resentimiento para poder seguir, para no dejar de caminar. Son amarras, los resentimientos, que no nos dejan caminar que nos acortan los pasos. Podemos ir con ese lento arrastrar de cadenas durante años, andar con ese lastre de errores ajenos. Dicen que lo más complicado es perdonarse a uno mismo, sin embargo, me parece que la  lejanía de los traspiés ajenos es más bien supuesta: las más de las veces manchan nuestros propios pasos.

Hay destinos que se unen, algunas suertes están escritas como una sola al menos por una parte del camino, ellas están atadas para bien o mal y el tropiezo de uno es la caída de ambos. En algún momento somos esos seres dobles que caminan, viven y ríen juntos, ese completo de las medias naranjas.

Somos responsables por la felicidad del otro, su tristeza es nuestra causa, su desesperanza nuestro enemigo, el otro está en nuestras manos como nosotros en las de él. Y así como somos, seres imperfectos, nos herimos, nos espinamos con la cercanía, nos lastimamos sin afanes.

Los errores de los enamorados son tan pintos y variados como amores hay, pueden venir del miedo o del orgullo, del rencor y del cariño, pueden ser una piedrilla que nos haga dudar del camino o una sucesión de obstáculos que nos reten el carácter.

¿Somo tan tontos los hombres que nos hemos educado para ceder, para rendirnos? No hay pasiones sin decepciones, el orgullo es el juego de la vanidad que hipoteca finales felices. El miedo nos mueve con furia y desdén, apostamos por un caballo cojo y ciego teniendo en frente al semental. No hemos sido educados para saber amar, nada nos puede enseñar más que nuestros errores y estamos muy cultivados en desdeñarlos y no perdonar.

Los vicios de la posmodernidad son los verdugos del ser tan indefenso y frágil que parece ser el amor. Y digo parece por que el amor sobrevive a nuestros vicios, a nuestras vanidades, a las piruetas que hacemos cuando le jugamos chueco. Ni la distancia ni los reproches, ni las terquedades ni el orgullo pueden evitar esa belleza tan frágil que nace cuando los que se aman se tocan, se ven, se hablan. No importa que se hayan desdeñado los títulos, que se hayan marchitado los entusiasmos ni que calles, horas y silencios se usen como fronteras; la casualidad o la causalidad puede acercarnos un día cualquier y ese brote de centellas, de suspiros susurrados delatan que, entre los tercos, pasa como un fantasma el amor.

No puede el hombre perdonarse los genocidios, no debería perdonarse los infantes olviay dados ni las mentiras que dejan hambre. Se miente el hombre hablando de progreso y posmodernidad mientras aún hay analfabetismo y guerras. Ése es el Hombre, el Hombre con mayúscula para saber que somos todos lo que cargamos con estos pecados originales. ¿Acaso los hombres con minúsculas somos más sabios?

No, somos el verdugo de aquél que nos amó, nos ama, y nos deja ir, nos pierde aunque lo busquemos, nos teme por traspiés ya muy arrepentidos. Somos quien ejecuta las pasiones para después pedir perdón, somos quien no perdona para no ser débil.

Somos, los hombres, hijos de pasiones mezquinas que reiteran el crimen vulgar aunque ello calle lo sublime; que desata la furia para no hacerse responsable por el cariño, preferimos darle alas al rencor que darle los brazos a la ternura. Alimentamos guerra para taparnos los ojos y no ver al amor que dejamos morir de hambre.

No, no sabemos perdonar, ni al que nos deja ni al que no quiere volver. Las fuentes pueden ser las mismas, los errores podemos conocerlos y ni así somos un poco capaces de perdonar y dar vida o dejar morir en paz a esta pasión que en algún momento fue un pequeña alegría con alas.









sábado, 9 de febrero de 2013

Apología hedonista

Diario buscamos, nos levantamos con esta pesadez del lento devenir para poder encontrar, con la más o menos vana esperanza (según sea el caso) de encontrar eso que se busca. Se busca, por principio la felicidad, o eso diremos los que no buscamos la supervivencia, lo que no hace plenos (qué, ojo, no completos), lo que nos llena, nos da peso. Esa búsqueda puede ser más o menos intensa dependiendo de qué tanto tiempo no dediquemos a lo urgente, que por principio siempre está antes que lo importante.

Entonces por ahora podemos decir que las jornadas se nos van en despertar para satisfacer lo urgente y atender lo importante cuando ya se haya cumplido con el itinerario oficial. Las felicidades, aunque bien conocidas, son pocas y simples, en otras palabras: difíciles de mantener.
Están estos pequeños placeres que son buenos hasta en los peores días. El cigarro bien fumado, el café bien preparado, el chocolate bien elegido, el hombre bien tenido. Los clichés tan queridos que son los sacos de granos, las compras o, cuando hay un poco más de tiempo, un poco de tele o una peli. Ahí están todos, en muchos casos al alcance de la mano, literalmente. Todo una despensa con nuestras  recetas personales favoritas.
Yo siempre he apoyado abiertamente los principios hedonistas: el placer por delante. Con el tiempo la vida me ha hecho un poco más estoica pero por naturaleza defiendo la buena vida: una honesta aspiración sibarita (que bien especifico honesta). No entiendo la infundada aversión por el placer, que no cualquiera sino el verdaderamente inocente.
Por qué inocente: bueno, la vida es cruel y llena de dobles intenciones, aun los placeres más puros y humanos son los más perversible. No hay placeres morales ensalzados en nuestra sociedad. El cuerpo humano está expuesto sin un mínimo de buen erotismo, todo está cargado de esta lujuria comercial tan alejada de nuestra realidad. La comida es una culpa o un lujo, o no engordamos y andamos flacos por la vida con nuestra cara de malcogidos o degustamos una extrafukin big hamburguesa  sabiendo que hasta la lechuga sola estaría más llena  de hormonas que un ratón sano. No hay placeres sin satanizar, ahí están: los siete pecados capitales patrocinando culpas y condenas desde hace algunos siglos.
Podemos decirnos humanistas y librepensadores para, con mayor saña, ensuciar tan sanas prácticas: cogiendo sin una pisca de creatividad amatoria, durmiendo sin prisa cuando más nos requiere la revolución, descansando en una paz que no se vive ni dejan vivir, ahí están, estamos, menospreciando al que lee poco, mintiéndonos como si no hubiera bellezas tan grandes y reales ahí en los parques o en los tranvías.
Tenemos amarrados los placeres y con sogas de poca monta. Somos tontas víctimas de nuestros prejuicios. ¿Qué, tan malo sería poder desear un día en que liberáramos, uno a uno, a nuestros siete pecados? Imaginad, imaginad con una imaginación sibarita y aprender a hacer de ello algo moral. Que no sea lujuria sino pasión, erotismo desencadenado, suelto para ser como es: animal y curioso. Que sea ira y dejarla ser enojo, frustración y miedo para poder entenderla, para poder controlarla. Y entenderla para saber que es ira y saber cómo pararla, dormirla, perdonarla. Es complicado pero si defendiéramos a estos placeres y construyéramos un andamio para disfrutarlos en serio, a conciencia y con conciencia, tal vez seríamos más felices y podríamos entonces asumir mejor lo urgente e, incluso, tal vez, hacer tiempo para lo importante.

sábado, 26 de enero de 2013

Las cosas que amamos


Durante la búsqueda de la belleza aparecen en el camino pequeños y grandes detalles que parecen hechos para hacernos sentir. Involuntariamente se nos encogen los párpados sin reconocer bien cómo es que se activa en nosotros la sensibilidad a la belleza. En los ojos de quien mira está, al final, el misterio del vínculo inexplicable que nos une con lo que nos mueve: nos conmueve. 
Todo aquéllo llega a nosotros sin que nos demos cuenta: lentamente repta hasta lo más profundo de nuestra sensibilidad, se aloja en esa pequeña habitación que es nuestra memoria poética, la parte más suave de nuestro carácter. No es que hagamos nuestro lo bello sino que lo bello nos hace suyos, pertenecemos a esos detalles, a los cuadros de realidad que enmarcamos, a los sonidos que hacen que sonriamos y que nos llevan al lugar de nuestra alegría. 
Con un poco de atención, comenzamos a especializar de otra manera nuestros sentidos, a perfeccionar vista, olfato, oído, gusto y tacto para disfrutar plenamente todo ello. Nos educamos para comprender, desmenuzar los componentes como si con ello pudiéramos ser más poseedores y menos poseídos. Sin embargo es imposible. Amamos lo bello y somos de las cosas que amamos, podemos definirnos a partir de las cosas que amamos.
En las personas, la belleza puede ser aún menos sensitiva y más etérea, casi sólo humo, algo inaprensible. Amamos, sí, el olor de su sexo, el sabor de sus labios, la vista de cierta curva y el sonido de las palabras en su voz pero también amamos algo que aunque olemos no es propiamente un olor, acciones que se ven pero que no son imágenes, sonidos que son acciones: el sabor de su perdón, el tacto de su miedo, el olor de su esfuerzo, el sonido de su paz. Somos rehenes verdaderos del sonido ya no digamos de su risa sino de la risa que nos provocan, esa cadena es más fuerte que la que puedan hacer todas las demás bellezas juntas, es más fuerte y más peligrosa porque en ella hay dos encadenados. Ver y poseer belleza nos hace bellos, nos hace producir nuestra propia dosis de ese algo etéreo. 
La belleza nos ata, nos hace artistas en una cama, en las escaleras o en la cocina. Los que se aman son artistas exponiendo su arte en los parques y los asientos del transporte público y como a tales sus actos poéticos los definen: son buenos artistas en relación con la devoción y la pasión que tenga con su creación, con el compromiso y la lealtad que le profesen.
En ningún museo del mundo hay más belleza que la que podemos ver todos los días en la calle, debemos pararnos a adorarla, a admirarla a hurtadillas.
Debemos comprometernos, entregarnos a la creación, jugar al Louvre. Saber que al final uno no elije qué amar, que somos víctimas de nuestras musas y que al final no son sólo motivo, razón o fin sino nuestro refugio, santuario, cajón de nuestros ensueños. El rincón en el que estamos con lo aquellas cosas es el centro sagrado de ésta que debería ser nuestra religión, templo en el que somos iluminados y en el que no somos sino posesión de algo sencillamente puro y perfecto: es el momento en el que somos de la belleza.

jueves, 17 de enero de 2013

Si hablara de poesía...


Recuerdo la sensación cuando comprendí a Paz y lo que decía de lo poético, entiendo la explicación que me dieron de tal y pienso en lo poético como ese velo de belleza y juego con lo que cubrimos las cosas: lo que hace al acto rito. Lo comprendo como una relación entre lo que es (el significado) y ese juego maquiavélico y desconcertante que puede ser el lenguaje (significante). Por otro lado la poesía es eso que escribimos de lo poético, de lo que nosotros (o el autor) vemos de lo poético. Cuando leemos versos de alguna manera sentimos que son o no poesía para nosotros: que los sonidos juegan, proponen, insinúan y develan o que son sólo emisiones huecas que no nos traspasan, que se nos resbala. También reconocemos lo poético, vemos el aura de ese nosabesqué (don´t know what) que nos hipnotiza.
La poesía, junto con lo poético pueden ser grotescos aterradoros o subversivos. La primera, al decirnos en código, nos resulta un juego al que podemos recurrir incluso para sentir perder, como en el caso de la poesía romántica. El amor y la poesía han producido los versos más tristes muchas noches y con ello enmarcado un tipo especial de lo poético: lo poético y trágico.
En este sentido, el amor por su naturaleza potencia la ambigüedad poética, es campo fértil para los juegos de emociones y palabras. No en vano nuestro padre Roland Barthes hace un inventario de las figuras que caben en el amor, cada una de ellas como, y con, una veta de exploración poética. En muchos casos es éste candor el que provoca el primer acercamienton con la poesía y por lo tanto su primera impresión. La poesía es, ante todo, sobre el amor. 
"El amor es un sentimiento joven", creo recordar que decía Márquez y como tal encuentra en el final un descubrimiento terrible y catastrófico: el fin, en fin de lo bello y de la felicidad. El enamoramiento es también, en la misma medida o tal vez más, un sentimiento joven: lleno de entusiasmo y ensimismamiento, de "ilusiones". La poesía es sólo la materialización de la belleza que tiene lo poético, la poesía simplemente nace, da voz a las alas.
Me pregunto entonces: ¿no hay poesía en el largo vivir? ¿Sólo hay poesía en el amor? Y el siempre estimulante carpe diem (1) ¿ no está lleno de bellos momentos?  ¿Acaso la poesía termina con el felices para siempre, si es que  hay tal? Entonces recuerdo que la poesía es voz, nombre, palabra, que no puede faltar belleza sino ojos que la busquen y voz que la nombre. El mundo no está falto de belleza nunca, son los ojos que miran los que, la mayoría de las veces, no la buscan.
Pero ¿quién se debe a la poesía? Los poetas, por principio,supongo, los artistas, por extensión y el resto de los simples mortales ¿qué hacemos? Me da miedo vivir en un mundo sin poesía, en un mundo donde no veamos lo poético. Conociéndolos, no quiero confiar del todo ni en los poetas ni en los artistas:  hace falta mucha poesía en el mundo y es cosas seria.
La poesía debe hacerse. Debe hacerse y como se hace el amor: con la piel, con palabras suaves, con sudor y con pasión, sobre todo con pasión que sin eso ya no es ni amor ni poesía.
Debe hacerse y hacerse diario, hacerse con paciencia, con un poco de cabeza, con ganas de jugar y de nombrar lo bello, buscándose y recordándose, reinventándose, expresando, sacando, puliéndose, recordando diario que hemos elegido la poesía y recordar en ello los versos volátiles de Jiménez, el color y el juego de Darío. Hay que recordar oyendo las viejas charlas, teniendo nuevas, conociendo al poeta, único poeta que terminan siendo todos los poetas que conocemos y que se vuelven uno solo en nuestra memoria, en la voz que nos repite sus versos en la oscuridad (única diferencia entre el amor y la poesía).
Entonces se debe tomar la responsabilidad por lo poético y hacer poesía. Si no alcanzan la métrica ni la paciencia para hacer versos se puede uno decidir por la palabra que vuela: la hablada, la que se va. Nombrar lo poético, tan simple como eso, habremos puesto nuestro grano de arena y si pareciera que le falta poesía se debe sonreír al hablar y ahí estará: con los oídos correctos seremos juglares laureados. Esta responsabilidad descansa, por el otro lado, de mucha menor apariencia obligatoria de leer. Cuando uno lee poesía nos dejamos fluir un rato en su cadencia e inevitablemente nos empapamos en ella, nos llevamos esa poesía sobre los párpados y nos deja ver el mundo a través de ese velo y así amarlo.
Lo poético, al final, por algo es aquello que se nos escapa, que, ni aún en la poesía, termina de ser dicho, algo que oímos pero que no ha sido enunciado, que vemos en lo que nos está vedado o que no podemos ver aunque se observe. Lo poético es algo que está en nuestra común soledad, que podemos compartir y que, por eso, es un regalo.

(1)Toma el día, en latín, se refiere a aprovechar el día.

domingo, 13 de enero de 2013

La noches es oscura y está llena de terrores

Dice Melissandre, la Mujer Roja de Game of Thrones, que las sombras son hijas de la luz, sólo dónde puede haber luz existe oscuridad, entre más intensa sea la luz más oscuras las sombras. Somos luz y  sombra, no cruda materia.
La fe es luz, la luz de Nuestro Señor, de La verdad, de Buda, Brahma o lo que sea que sea. Creer nos hace verla, seguir hasta el final del túnel. Los verdaderos creyentes, los buenos religiosos, no desertan: caminan y caminan sin preguntar, confiando en que el bien está allá, esperando, esperándonos. Para los ateos puede parecer absurdo pero la fe no necesita razones, hay algo que está ahí y no necesita pruebas, razonamientos ni explicaciones: es. 
También lo bueno es luz: los seres justos, bondadosos, honestos son luminosos. La luz no sólo está en el creer sino en el hacer, podemos traerla a nuestra vida aunque no de manera fácil (no siempre, al menos). Se debe ser recto y fuerte para poder evitar, por lo menos en alguna medida, las sombras.
Como no hay caminos sin sombras, en nuestro viaje cruzaremos muchas veces por senderos oscuros, tenebrosos, probablemente olvidemos que hay algo más que imágenes apenas sugeridas y tinieblas. Será fácil mentir, gritar, hacer más espesa la noche, entonces renegaremos de nuestros númemes, plañiremos en contra de nuestras creencias y justificaremos vicios poniéndoles careta de error. Pero  como el hombre puede mentirle a todos menos a uno mismo, sabremos que somos nosotros fuente de nuestra peor desgracia, de la peor parte de nuestro tormento: la falta de fe y la falta de fuerza.
Somos, entonces, cruda materia, inerte costal de sapos y culebras que contamina lo que se le acerca. Es inevitable: somos seres contagiosos que, en nuestro momento de vicio, llenamos de ponzoña lo que nos rodea. Lo somos por no creer, por dejar ir.
Si todos somos luz y sombra, una lucha de fuerzas, yo elijo el lado luminoso, el lado poético Elijo amar y perdonar: amar al príncipe que nos saco de la torre, al que espero cien años a que despertáramoos; perdonar al ogro de nuestras tardes. Escojo no ceder en mis convicciones y domar mis miedos, ver las sombras y perseguirlas, no ceder por ver gigantes aunque cace molinos, caminar cautelosa pero segura de que en la mano llevo la antorcha de estas convicciones morales que bien conozco porque los he leído en los cuentos. Jugar con mis amados pero no con sus sentimientos, jugar con la voz pero no con la poesía.
Elijo el lado luminoso, el lado que conocí en los cuentos. En las letras se encuentra todo lo que se necesite pero, sobre todo, belleza, consuelo. A los libros he acudido siempre para encontrar fuerzas, inspiración. No hay ideales más altos que perseguir que los que nos promete el arte. A estos dioses de palabras acudo para saber qué elegir. Elijo la luz como Marius al proteger a Cossette, como Tomás al no abandonar a Teresa. Aunque puedo encontrar también las sombras y temer por la tentación, por lo fácil que es equivocarse como cuando las princesas hacen a un lado al príncipe o la flor desprecia al que la ha domesticado, sé que el error es el riesgo de quien hace, que incluso la princesa y la flor fueron perdonadas.
Elijo la luz que he sentido entre los versos de otros amantes con mejor rima, en la locura de andantes caballeros que no pierden espada, en la sencilla belleza de la inocencia y en el amor a los burros blancos (aunque los rucios sean más lindos). 
Elijo preguntarme cada noche si he ganado, si he logrado ser luz, repetirme cómo brillar un poco, cómo mantenerme para no ceder, cómo combatir estos vicios para luego buscar esa fuerza y esa luminiscencia en algún libro, en la historia que me hará soñar cosas lindas, para descubrir nuevas formas de ser belleza y dormir  pensando en ellas.
Elijo iluminar los rincones de esta habitación donde guardo mis demonios, donde es portero mi lado más mentiroso y cínico, más condescendiente. Donde me hago de la vista gorda para no juzgarme. Aceptar estos infiernos que conozco bien de los libros, que trato de guardar bajo llave, que me molestan cuando reconozco a una joven que deja atrás un amor que sólo necesitaba perdón, cuando el héroe pierde la fe en su amada. Enfrento estas bellas palabras que me echan en cara tormentos que ya conozco, tormentos que me inventan.
Elijo estar ahí para dejar ver a mis amigos y amantes perdidos, para iluminarles el camino a aquéllos que han elegido entrar a este laberinto que soy a veces. Quiero ser razón y sentimiento pero los dos con nobleza, con piedad: ser fuerza no bruta sino con cariño, para ser como ese caballero de resplandeciente armadura, para ser la chica árabe que mora en sueños, para jugar a velarle el sueño a Cupido temiendo ser tan Psique.
Para ser luz, luz busco, luz encuentro y luz cultivo. Para ser luz acudo a ese bloque de belleza portátil, en él me refugió, escapo, tomo fuerza y ejemplo. 
Quiero ser luz para desafiar a la duda, para tener fuerza, para luchar y no ceder. De ahora en adelante no hay más duda: sólo la certeza de mi lucha y mi convicción por esta causa, porque cuando crezca quiero ser como alguno de los personajes que conocí en los cuentos


miércoles, 9 de enero de 2013

jueves, 3 de enero de 2013

May the force be with you...


La  palabra “fuerza” debería tener dos entradas en el diccionario  por polisemia o, en el mejor de los casos, pasar a ser, mejor, dos palabras con formas distintas. La primeras sería aquello que necesitaban los grandes héroes para llevar a cabo las tareas titánicas del Olimpo, los caballeros para poder ir guardando fazañas en su haber, aquello que impulsa a los grandes deportistas a la meta. La fuerza de proporciones físicas que, por excelencia, reside en nuestros músculos y da impulso a nuestros pasos día a día. Sentimos su influencia en el cuerpo, su imagen se guarda en físicos esculturales, nos es necesaria para cargar bolsas y botellas pero ¿acaso no más?
Crecí pensando que para ser fuerte debía hacer ejercicio y comer bien, que me serviría para poder abrir siempre la mermelada, que se me notaría en unas piernas tonificadas y brazos atléticos. La dimensión física de la fuerza se me depositó tan profundamente en la cabeza que nunca se me ocurrió ejercitarla en mi mente, con mis pequeñas voces pues ellas necesitaban, más bien, paciencia o cariño.
Sin embargo la fuerza debería primero definirse en su dimensión moral (y para ello tener otra palabra): debemos tener un carácter fuerte. No es igual poder levantar treinta kilos en cada brazo que poder guardar silencio cuando no se tiene nada que decir. Es saber enfrentar, domar y cuidar, es una fuerza que no empuja sino que jala. No se trata de ser malencarado y gritón sino de tomar el suficiente tiempo para saber qué partes de nosotros necesitan un jalón de orejas, tener el coraje de hacerlo, de no ignorar aquello en lo que fallamos. En ese tono, por ejemplo, muchas mujeres parecen comprender la fuerza como un sinsentido feminazi que nos libra de la dependencia masculina y nos deja dar rienda suelta a emociones y sentimientos, dejarlos libres para expresarse y sobreexpresarse. Somos fuertes para los demás pero no para nosotros.
Esta fuerza no estaría depositada en los brazos sino en el hueco del estómago, el hueco que sentimos al tomar una buena decisión y es que, a menudo, se necesita fuerza para hacer lo correcto.
Si no tenemos cuidado, tomamos la fuerza como una magnitud unidireccional que empuja hacia afuera, que deja sacar lo que quiere salir so pretexto de ser fuertes e independientes. Nos comportamos como si no hubiera fuerza en la ayuda, en la cooperación sólo porque no se nos ha enseñado a unir fuerzas. Ser fuerte no es ser sola, ni ser una, ni rebelde ni debe ser una magnitud que empuja hacia fuera sino hacia adentro. ¿Cómo ser fuerza, en serio, sin resistencia que le dé medida?
Nuestro pensar ha sido educado para salir, nuestras pasiones para expresarse; entonces ésta debería cambiar de dirección y empujar hacia dentro, hacia el control del uno y no del otro. La verdadera fuerza no está en nuestra situación ni en lo que decimos sino en lo que aprendemos a callar basados en el conocimiento de nuestros errores. Tenemos que ser fuertes con nosotros para ser fuertes para los demás. Todo ello servirá para hacer lo correcto, para equivocarnos menos, para pagar el precio: pay the price, como dice mi expsicólogo. Nos hace falta ser fuertes para afrontar las bellezas de la vida, para hacer lo correcto: para poder pararnos frente al espejo y saber que depositamos todo y que hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos. La fuerza debe estar ahí para salvarnos de la decepción, para llevarnos a la gloria.
Creo en la fuerza como los jedis, como si fuera algo que nos alimenta desde la sangre y que debe ser usado para el bien aunque esto nos implique renuncias. Debemos ser firmes para poder mirar a los ojos al que se ama y renunciar, renunciar con fuerza, sin miedo, sabiendo que es lo único que se puede hacer porque no pudimos hacer el resto, para equivocarnos no con temor sino con ingenuidad, con ignorancia, para convertir las causas perdidas sólo en pérdidas.
Que la fuerza te acompañe para así poder mirar sólo hacia adelante, para poder pedir  perdón sin humillación, para enmendar (que rara vez se pueden corregir) los errores. Se necesita para poder salvar a las víctimas de tanta fuerza física que es la guerra, la tortura; para salvarlas de la debilidad de las palabras sin dueño, de la negación de los errores, de la testarudez de la mentira piadosa.
Hay que ser fuertes en línea recta (como los vectores de la escuela) para no perdernos en pretextos, para no jugarnos en azares, para no apostar con los ojos cerrados. Ser fuertes para lo que se necesite, para luchar por un amor o dejarlo ir: dejarlo ir, tal vez, porque no es fuerte y amor sin fuerza es nada más deseo. Tener fuerza porque no quiero aprender a ser débil, a dejar pasar, a no saber qué hubiera pasado si hubiera tenido las agallas de ir a preguntar, a insistir, a decir lo que se tiene que oír y a callar lo que me cuesta callar.
Por eso necesitamos otra palabra, la lengua es la voz del pensamiento, su dibujo en sonidos. Si fueran dos palabras sabríamos que son dos cosas distintas: una que empuja hacia afuera, otra hacia adentro. Así podríamos hablar de ser fuertes y saber que ello no es poder con las bolsas del súper sino poder hacer lo correcto.