lunes, 18 de julio de 2011

18VII11

Navegantes

Posiblemente lo sepan, posiblemente no, pero aquí, en el centro de Xalapa, venden un postre llamado Plátano Navegante. Es una cosa simple, un plátano frito preparado con lechera, media crema y mermelada. Es algo simple pero hay cuestiones en las que la sencillez es mejor, como por ejemplo en la alegría. La felicidad nunca es complicada, las disertaciones al respecto sí. Lo maravilloso de este platillo no radica tanto en el acto gastronómico en sí: una sobredosis de azúcares y grasas, sino en el nombre. Las palabras dan un nuevo sentido a la idea de llenar el estómago con un alimento que a simple vista amenaza con provocar un coma diabético, lo convierten en algo casi poético, diría nuestro maestro de ensayo: sublime.
Algo que navega es algo que viaja. El viaje es el ir, el ir para volver, volver un tanto igual y otro tanto distinto. Las partidas son todas distintas, un tanto por el que parte un tanto por el que se queda; un tanto por el lugar que se deja y otro tanto por aquel al que se llega. En la Edad Media, en los libros de caballerías, el viaje representaba el crecimiento, cuando un héroe partía era para regresar otro, para mutar con el andar del camino, para aprender a disertar con las encrucijadas, para valorar con la distancia y perfeccionar el fino arte de rememorar. La nostalgia debió nacer en algún recodo. Partir es dejar, ir a donde no se nos espera. Lo encontrado es siempre sorpresa, el miedo es parte de los pasos. El andar se redimensiona cuando nos aleja de lo conocido. Siempre hay destinos con los que nos encariñamos, suelos que nos llaman, recorridos que nos hacen desearlos, en los que los pasos parecen hacer menos ecos y las sombras ser menos amenazantes. Pero no sólo llegamos a los lugares sino a la gente. Una vez me dijeron que al que viaja se le nota, que se le ve en los ojos por que en ellos se les ve la senda que los espera. No sé si a mí se me vean los senderos pero tal vez, antes de partir, se me veían los recodos.
La gente a la que llegamos son destinos con sombra, llenos de sus propias voces, de sus propios viajes. Son navegantes que han encallado en sus propios puertos, con tempestades a cuestas y noches a mar abierto. Uno nunca sabe que mares han cruzado las embarcaciones pequeñas. Así es como uno, un verano cualquiera, se encuentra con unos pares de naves a la deriva, cultivando palabras, jugando a la rima y a la voz. Y en las noches uno puede oír los ecos de la lejanía, pensar en las trayectorias aún pendientes y en las noches de historias que se avecinan, en los juegos sobre la mar salada. El viaje es reconocimiento, en los paisajes, en los climas, en las tradiciones, pero sobre todo en las personas. Y es ahí donde cambiamos, donde se transforma el caminante. Al comprender todas esas nuevas palabras, al ver todos esos ojos distintos, al jugar con todos esos aromas en la nariz y al dejar que todos esos cuentos se nos guarden un poco en la garganta.
Yo no conozco distancias insalvables, aún no al menos. Tampoco conozco aún viajes decepcionantes, pero tal vez soy muy joven. Lo que sé es que éstos son todos distintos y que estimulan, cada uno, todos nuestros sentidos. Hay viajes que nos llenan la nariz con el olor al café, con el tacto de las calles empedradas, la vista con niebla y los oídos con risas acalladas por otras naves. Sin embargo no imaginaba a que podía saber un viaje hasta que probé esos plátanos: dulce como los amigos recién encontrados: inesperado en lo abundante de su alegría, exagerado como brincar en la cama y reír a carcajadas y digno de ser repetido como los pasos que se pierden. Una buena razón para siempre volver.

sábado, 2 de julio de 2011

Ese otro lenguaje

Del amor se han dicho tantas cosas: hay novelas, cuentos, canciones, anécdotas, comerciales y poemas. El amor, efectivamente, está a nuestro alrededor y, aunque no sé si podamos siempre sentirlo en los dedos, sé que cuando no estamos enamorados nos da la impresión de que no hay forma de amar sin caer en clichés, sin ser ridículos, melosos, cursis. Hay tipos de amor, sin duda, como hay tipos de amantes, de coches y de hamburguesas, pero en un tema tan explotado nos parece que nosotros sólo podríamos hacer un triste juego de palabras después de oír los versos de Romeo; que nuestro sufrimiento sería ridículo sin el suicidio de wertheriano y que jamás podremos hacer una mejor pareja que La Doña y Agustín Lara.
No es cosa mía, o nuestra, crecí viendo a Pepe Le Pew sufriendo por la ingratitud de las gatas-doncellas y llegué a los dieciséis esperando encontrar a un príncipe como de cuento: con mallitas, bien bueno y de ojos verdes y, sin embargo, en la vida no he encontrado tales personajes. En plena pubertad alimenté mis deseos con aventuras, affaires, romances y amores de la vida de las novelas que me acercaron. Una vez más decepción: nunca tuve un enamorado con mariposas amarillas, no tengo esperanzas de llegar a cuarentona para enamorarme de un tipo por sus manos y perderlo en menos de veinticuatro horas y, menos aún, de comprarme un bombín para jugar a ser artista plástica mientras tengo sexo frente al espejo con el amante en turno. Definitivamente todas esas historias de amor nos han mentido. Nos habían dejado creer que la casualidad podría guiarnos hacia un final feliz y para cuando descubrimos el llamado cine culto (el de la Cineteca, pues) casi nos suicidamos, alguien había inventado los finales tristes: ¡me lleva!
Para entonces era claro, estaba condenada a una vida amorosa indigna de ser poética, sólo podía evitar ser tan ridícula y cursi como en las novelas del dos y ya con eso darme por bien servida. Muchos lugares comunes descubrí en esos años: los hombres que ligan con frases como “que oyes?” u “hola, perdón, es que eres muy bonita”, los enamorados que dicen que te aman a la semana y que dicen sorprenderse de lo mucho que te extrañan a una cuadra de haberse ido, sin embargo no sabía yo aún que no está lo ridículo en las expresiones sino en los ojos de quien mira. Como toda belleza, la del amor está en los ojos del enamorado, cómo cambian las cosas cuando es una la que se deja llevar caminando de espaldas y riendo como después de un chiste malo. Es fácil sentirse agobiado por los corazones rojos pero tan difícil sentir la belleza de un gesto dulce, sin premeditar, curioso y que por mala suerte histórica puede parecer semejante a miles de gestos que se han dado. No hay ideas nuevas, palabras nuevas hay pocas y, gracias a la suerte en turno, buena poesía nueva también hay poca. Sin embargo no se necesta todo esto para reinventar el amor, hay que hacer una apología de ese momento cuando verse en los ojos del otro y bajar la mirada con timidez se convierte en la invención de una mirada, se nos olvida que miles de pares de ojos se han encontrado bajo miles de faroles, árboles, bajo la lluvia o en los parques pero que es esta la primera y sagrada vez que se encuentran.

Culpa de mundo que nos orilla a no creer, pero hay que pensar en ese “otro lenguaje lateral y subversivo de los que aman” porque los amantes reinventan esas mugrosas palabras gastadas de las películas palomitas y las convierten. Y esa misma palabra puede aun perder la forma pero guardar el fondo, es cuando la creación se reanuda, cuando comprendemos a los sabios Beatles, cuando dejamos de envidiar a Eloísa y a escribirle a nuestro propio Abelardo. Ojalá del amor se dijeran menos cosas para que no nos hartara cuando está lejos, para que no nos faltara tan paganamente cuando se va, para que se supiera torpe y nuevo al nacer y se descubriera viejo y confuso al releerse. No es tan grave al final. Me deja jugar con la idea de las miles de amantes que aún no soy, con los miles de besos que me faltan por practicar y por ese, único, amor de la vida que me falta por encontrar.