jueves, 14 de abril de 2011

14 IV 11

No supe cómo pero un día dejé de ser niña. Me levante una mañana como si entendiera de política y de economía y afronte al mundo con mi nueva actitud de adulto. Dejé de ser niña mucho después de esa mañana y mucho antes de esta tarde en la que lo razono. Un día dejé unos juegos y los cambie por otros. Deje el larguísimo ritual de acomodar mis trastecitos como si de acomodar las joyas de la corona se tratara y ahora acomodo fotocopias con la misma dedicación.

Pensé en todo lo que dejé en mi niñez y lo extrañé, nos acostumbran a añorar los días en los que lloramos por perder una pelota, no podíamos salir solos y andábamos con la cara llena de chocolate seco como si fuera la moda en París. En realidad no creo que sea una onda tan digna de recelo. Recuerdo bien tardes luminosas que se tornaban mágicas con una casualidad cualquiera y en las que la felicidad brotaba de las ocurrencias más inocentes pero también recuerdo lágrimas amargas como ningunas otras al perder un diamante morado o al ver muerta a mi tortuga. Hay miles de cosas que he perdido de mi infancia y que quisiera recuperar: el tamaño para entrar en esas redes de ligas enormes, las ganas de que me digan bonita sin lujuria y una justificación para llorar de miedo. Ojalá tuviera un vestido con un elefante como ése que me dejó de quedar hace casi dos décadas, ojalá pudiera sentarme en las piernas de mis tíos para quedarme dormida y ojalá, a veces al menos, fuera tan fácil aceptar que me equivoqué y que la gente me perdonara por que me falta mucho por aprender.

Dejé en mi niñez muchas cosas, miles de ellas hermosas, otras tantas feas. Olvidé, una tarde, en algún rincón, el peluche de mickey mouse sin el que no podía dormir los primeros años de mi vida. Otra tarde, olvidé el kit para hacer joyas de plastilina con el que me embellecía todas las tardes y una noche encontré arrumbados los tubos con los que armaba la casita en la que acampé en mi sala con mi hermano y mi prima. Una mañana descubrí que la casita estaba bien buena para pistear en mi azotea sin que nos diera el sol.

Crecer fue un drama, más por la adolescencia que por lo que dejé, sin embargo hay cosas que guardé y que hoy reconozco más que nunca. Guarde, en secreto, tanto de cuando era pequeña que no me da pena decir que tal vez lo soy aún un poco.

Creo que es tonto o arrogante o ingenuo decir que ya no somos niños. Gracias a los medios es ridículo decir que aún lo somos así que hablar de esas cosas se convierte necesariamente en una encrucijada. He crecido !gracias a Gatopan he crecido!!! Qué bueno que mi madre ya no elije mi corte de pelo; que puedo entrar sola al cine y mejor aún ir sola al parque. Yo elijo el largo de mis faldas y puedo comprar cigarros, ciertamente no soy una niña y las fiestas a las que voy no son tan distintas: hay un montón de morros brincando y gritando, en lugar de beber coca beben ron o tequila pero igual andan corriendo, empujando a las niñas. Si la vida fuera como Quino proponía, si nuestra vida comenzará con nuestra vejez y mueriéramos en el orgasmo de nuestros padres, añoraríamos la sabiduría de nuestra tercera edad, nos preguntaríamos el por qué de perder la facilidad para dar concejos y las ganas de disfrutar de la vida, obvio dejaríamos de lado la parte fea, es absurdo.


Hay cosas que he perfeccionado de mi niñez y otras que he transformado en algo más sutil. Entonces quería un amor que no he encontrado así como hoy he encontrado amores que ojalá hubiera deseado. Deseaba yo un amor serio, lleno de seguridades y juramentos, que no me hiciera reír para no perder el estilo y que no me viera llorar para que no me perdiera el respeto. Esperaba una pasión como de cuento, que se gestara en la lejanía de una aventura y que no explicara su feliz para siempre. En cambio he tenido amores que me han mojado los ojos con tristezas y me los han secado por llorar de risa. Amores en los que juego a no jugar y en los que mejor no prometo para no dejar de cumplir. En los que he vivido aventuras sin finales felices pero que no son cuentos tristes: finales tibios que me hacen dormir tranquila y las más de las veces sonriente. A mis príncipes nunca le he encontrado la espada ni la corona y sin embargo todos me han llevado a lugares de fantasía, unos a bosques encantados, otros a cabalgar en burros y no en caballos, me han leído el futuro en las estrellas, alguno que otro me ha dejado en la torre por ir a matar monstruos, incluso, y ni así son como los imaginé antes de dormir.Y sin embargo me han hecho ver lo muy niña que soy a veces: durmiendo en el pasto, lamiendo cosas por curiosidad, abrazando árboles y jugando a hacer revistas o contándome cuentos, llorando por un capricho, por un deseo que por complicado más lo deseo. Me han abrazado como si no hubiera tanta lujuría de por medio en estas edades, como si tomarme de la mano fuera más serio que proponerme matrimonio y haciéndome preguntas tachadas de tontas como los por qués, nunca hubiera pedido tantas dudas y he aprendido a hallar en ellas mis certezas.


Es disimulado lo que cargo en mis letras de mi primer pasado.Necesito para dejarme ir de un lugar seguro, de mi propio biombo para que no me de el aire, es de mi yo pequeña ese espacio. El lugar que he forjado a partir de las corretizas y los secretos con mis primos, de los árboles que de tan grandes me asustaban. Es entre esos espacios tan pequeños en los que cabía en los que me siento cuando tengo que explorar alguna idea que evadía por largo tiempo, en los que confío para guardar las palabras que sólo puedo explicar en silencio y a las que regreso para jugar a la valiente. Son los rincones en el que el perro de juguete de mi juventud se torna lobo león de mis insomnios... insomnios que creo que son lo que menos ha cambiado.

Es evidente lo que cargo de mis días de Sarita en mis palabras, las palabras con las que etiqueto los lugares y las personas. Bien, son pocas y no como las imaginan pero todas ellas nacieron en ese mismo paisaje de hace no tanto. Cuando pienso algo lo pienso como esa primera vez que lo vi, esa primera vez ya es parte de mi niñez más por esa visión con la que las photoshopeo con mis colección de colores para nombrarlas, que por que sean así o hayana sido. Pienso en esa primer vez en la que vi algo, en esa vista que es más de niña que de mi yo de ahora. Esas palabras son flores que dejo crecer en ese jardín y que corto para decírlas con la esperanza de que no se me sequen en la boca. Sus semillas las planté los días en los que aprendía a decir el mundo. Y es más mi invención que mi memoria, me he sentado horas a perfeccionar las retentivas, casi lo he hecho con alevosía. He sembrado un jardín donde juega mi lógica, mi lógica que ya no encaja en esta lógica universitaria, esos razonamientos que justifican las sonrisas como medio de pedir perdón y las palabras que la dicen.


He guardado muchas cosas, no creo que demasiadas, tal vez apenas suficiente, espero. Hay una a la que a veces me aferro, de la que no puedo huir y en la a veces me refugio. Son mis cuentos y se parecen a mis letras pero son más libres, corren por ahí, se me escapan de la boca y a veces se convierten en mentiras. Hay veces que los organizo y los ofrezco a granel, hay otras en las que los doy a cuentagotas como la medicina que son para mí. Así he logrado traer y dibujar castillos, convocar magos, desdibujar mosntruos. En ellos he encontrado las burbujas de mis tormentas y los poemas que dejé debajo de mi almohada y que nunca me aprendí. Ahí mezclo lo mucho de mala poeta que tengo y lo muy poco, por suerte, de buena teatrera. Confío así en que al menos ahí me dejen no crecer tanto, que no olvide yo las cosas simples pero que siga gozando de las complicadas. Eso me ha quedado, mi propia voz que oigo igual y que me deja pensar que creceré y que ya no lloraré con las cosas tristes y que sonreiré con las alegres.

No supe cómo pero un día deje de ser niña. Me levante un día como si entendiera de política y de economía y afronté al mundo, lo cierto es que las entiendo menos que nunca. Dejé de ser niña mucho después de esa mañana y mucho antes de esta tarde en que lo razono y sin embargo hay veces en las que por las noches abrazo mi peluche para no sentir que las sombras me asustan. Un día dejé unos juegos y los cambié por otros, juego con más ahínco por que juego menos y, además, ahora es un asunto mucho más serio. Dejé el larguísimo ritual de acomodar mis trastecitos como si de acomodar las joyas de la corona se tratara y ahora acomodo fotocopias con la misma dedicación.