martes, 2 de noviembre de 2021

De muertos y arroz con leche

Creo que preparar arroz con leche necesita vocación de mártir. Yo amo el arroz con leche, sobre todo recién hecho, podría desayunar y cenarlo diario pero, sólo de imaginarme meneando la cazuela al menos una hora con la consigna de que no rompa a hervor y de que no se pegue, se me aplaza el antojo. Rara vez tengo de sobra las dos horas que toma todo el proceso por lo que prepararlo es casi una protesta, militancia contra la productividad: podría ganar dinero pero no, haré arroz con leche.

Nunca he sido de cocinar, de hecho me caga: la idea de que entre la conciencia del hambre y el momento de comer pueda haber fácilmente una hora, más los trastes, me desanima por completo. Soy parroquiana ortodoxa de las fondas y la comodidad de una comida económica que me incluye arroz, sopa y postre me ha convencido de lo ineficacia de guisar, no le veo ventajas, sin embargo, tengo que admitir que hay  sabores, combinaciones, gustos, lo que ambiguamente hemos dado en llamar sazón que sólo se consigue a punta de práctica y precisión. Qué feos son los guacamoles de restaurante, qué desgracia probar un pambazo vacío y qué resignación al encontrar una hamburguesa mediocre. 

El arroz con leche tiene un lugar tradicional en los postres de fácil acceso, tan común es encontrarlo en fondas, taquerías o tienditas que me siento con delirio de persecución: cómo podemos llamar a esa masa batida, fría y grumosa arroz con leche, no me sorprende que las tasas de matrimonio vayan en picada: sólo me casaría con hombre que me pueda curar la nostalgia con un buen arroz con leche.

Pero pues claro, el dulzor que no empalaga, el hervor de naranja, la textura del arroz suave y cremoso, los tropiezos diminutos que se deshacen en la calidez de la boca me transportan a la devoción de mis tías preparando enormes cazuelas de barro. El primero de noviembre, en ese pueblo perdido de Morelos en el que mantengo las raíces lejanas de mi abuela materna, había que verlas, meneando 20 litros de leche para dar de comer a los muertos chiquitos y los vivos de todas las edades. En mi ortodoxa visión de la vida, ése es el arroz con leche real: recién hecho, batido por horas eternas que transcurrían entre charlas de antaño, el olor de la leña y la azúcar a ojo. El sabor de la ofrenda es ése, hablar de las mismas anécdotas cada año, hablar de los mismos muertos más uno que otro nuevo, oír las mismas sentencias y saber que son esas dos o tres historias suficientes para no olvidar ni al sabor ni a los difuntos. Mi naturaleza dogmática me hizo no comer arroz con leche más que en ese par de días de fiesta y siempre recién hecho. Ya tenía medidos los temperamentos de cada tía por su hora para preparar el arroz: tempranito, Paula que no le gusta retrasarse; a medio día Tina, que se prepara sin prisa y sin pausa; a media tarde, Fausta, que era tía de mi abuela y que parecía que ganaba tiempo del tiempo con una prole interminable por alimentar y hoy día ya menguada (la prole y ella).

Era ése el primer sabor que quise imitar cuando me fui a vivir sola. E una micro cazuela de barro me aventé sin ninguna receta ni preparación con la absurda idea de que quedaría en un tris tras sin más complicaciones. Basta decir que se echó a perder el arroz, la leche y la cazuela y que apestó a quemado por tres días. 

Pero ¿qué había en ese sabor que valiera tanto la pena como para ir en contra de todas mis convicciones y querer entrar a la cocina a pasar horas frente a una olla que apenas me conoce?

Crecí visitando el susodicho pueblo perdido de Morelos cada Semana Santa y cada Día de Muertos. La semana mayor, si bien teatral y con una visita más larga, nunca causo más fascinación en mí a pesar de sus ritos peculiares y sangrientos: no faltaban algunos penitentes ni sobraban procesiones y largos ritos litúrgicos. Las iglesias siempre me dieron algo de miedo y hoy siempre algo de asco. En su día eran enormes y solemnes y hoy me es imposible separarlas de la ideología y la historia. En cambio, los primeros de noviembre eran días en los que me dedicaba a ir por mandados entre calles en las que se vivía una realidad tan lejana de la mía y en la que era normal caminar largas cuadras sin supervisión y sin miedo a ser atropellada aún a una tierna edad.  Así, dependiendo de con quién estuviera, la preparación de la ofrenda se comenzaba desde el 27 o 28 de octubre y las provisiones desde mucho antes. Cada casa tenía algunas manías frente al ritual y yo participaba de todas como la visitante que agasajaban con lo mejor de cada mesa. 

Sin embargo, no era cosa de descanso ni guasa, eran días fuertes y llenos de trabajo: ir por las tortillas temprano, luego el pollo, la leche recién ordeñada, las flores, las ceras. Lavar trastes guardados y sólo usados para este caso, preparar candelabros y preparar enormes cubetas cual floreros, pelar flores, prender la lumbre, montar el encaramado del altar y barrer y barrer y barrer para poner el camino de flores y quitar constantemente la ceniza. Mi tía Paula, madrina de mi abuelo y que en mi memoria infantil representaba la idea misma de la vejez, era una dogmática de la buena atención a las visitas del más allá y dictaba que se sirviera comida, cena, almuerzo y desayuno. Se debía observar el orden en que se sentaba a los difuntos en la mesa y atender los caprichos y peticiones de cada uno. 

Recuerdo la larga hilera de ceras que colocaba en el piso de cemento pulido: un par para sus papás, luego sus hermanos, su amiga, sus tíos, tal vez algún amor lejano cuyo nombre apenas bisbiseaba y sus sobrinos: mi abuelo y sus hermanos que la habían adelantado. La lista era larga y a veces pedía perdón por dejar a alguno fuera. Eso sí, siempre ponía una para las almas viejas y los muertos de nuestros muertos: "porque no hay que olvidarnos de ellos y para que todos quepan".

Muchos años después ella decía que la muerte se había olvidado de ella a sus 94 años, sola y llena de achaques, pero no, la muerte puede venir a destiempo pero no faltar porque murió ése mismo año.

Algunas ofrendas eran más modernas, mis primos, ponían a mi tía Rosa una ofrenda memorable llena de chocolates y dulces: junto al mole y el pipián colocaban una icónica canasta de cerámica en la que, en los mejores tiempos, cabían hasta unos cuatro kilos de kisses, milky ways, miguelitos, skuinkles y paletas variadas. El dos de noviembre, a las doce y cinco puntuales, todos los sobrinos y primos se formaban solemnes para cuando Paulina empezara a desmontar la ofrenda les tocara parte del botín.

En esa ofrenda, con Pau, fue con quien maduré la tradición. Uno adopta siempre a parte de la parentela y Pau y yo siempre fuimos cercanas en edad, el tiempo nos acercó más en carácter y al final fue a su casa a la que acudí en busca de refugio y comprensión más de una vez. Con ella y su hermano preparábamos la ofrenda y ahí hacía base para el resto de las visitas. De ahí cargaba las flores para el panteón y velar hasta entrada la noche el dos de noviembre. 

Desde hace unos cinco años la vida ha cambiado: aquello que parecía eterno y desde siempre cambió. Yo que tanto me aferré a ir cada año tuve que ceder ante el trabajo, mi prima hoy vive lejos y hace más de dos años que no la veo aunque hablo con ella a menudo. 

Aquel ritual anual que aún hoy siento obligatorio cada día se ve más lejano y sospecho que si tenemos ocasión de vivirlo de nuevo será más un robo al futuro u otra cosa nueva y diferente.

Aquí, en la rareza de los Días de Muerto de la ciudad, sentí siempre como lejana la tradición y sinsentido sus pasos. No había establos a los que acudir por leche ni tías a las que visitar con su ofrenda. Trataba de poner un poco de arroz con leche, sal, agua, pan para mi abuelo y sentarme en mi departamento a no oír a los niños pedir calavera ni a los parranderos.

Sin embargo el año pasado murió mi perro y tuve un muerto real a quien llorar. Este año no podía fingir demencia porque la terrible necesidad de sentirlo cerca sólo se me iba a consolar con una ofrenda. 

Y el ritual revivió un poco. No es lo mismo, ni lo será, pero dediqué largas horas a perseguir en tiendas y mercados su crema de cacahuate, tomatitos cherry, el carbón para el copal, las flores de cempasúchil y otros antojos para las mascotas de la casa. Fueron horas largas que no tenía y que sin dudar dediqué: a forrar mesas, a hacer espacio, a prender humo y velas y a hacer arroz con leche, con sus dos horas largas, y fue como decir: te dedico este tiempo como te lo dediqué en vida, te doy estos actos de servicio como te los di en vida en señal de amor, aún hoy te daría mi fuerza y mi mimos y por eso estoy aquí, paseando por mercados, cocinando, montando una mesa con esto que me recuerda a ti.

Siempre he pensado que los rituales para los muertos son para los vivos pero hoy lo reformulo porque ya tengo a mis propios muertos, los que sufrí en agonía, los que acompañé hasta la tumba, a los que tal vez sólo yo lloro y la necesidad de ellos alimenta mi arraigo, el profundo arraigo de poner "esta vela en honor de tu alma" (como rezaba mi tía Paula mientras hacía la señal de cruz, siempre con cerillos, e hincada) es más del corazón que de la razón y, por lo tanto, más de los muertos que de los vivos, más de lo etéreo que lo terrenal.

Este año, con mis nuevos muertos a cuestas, decidí arraigar la tradición en la casa. Con mi churris y la familia que ya somos pusimos una ofrenda el 27 para la Toba, La Gorda, el Boxi y el Noggy, anticipando que deben tomar fuerzas para cuando nos ayuden a cruzar al Mictlán me empeñé en cumplir caprichos: chicharrón, un hueso sacado de una película slayer, queso y leche.

También me empeñé en recrear los olores y aquello que pudiera rescatar de esos días lejanos: un tazón de dulces que no es una canasta, incienso como para humear toda la cuadra aunque estemos en un octavo piso y flores para decorar una tumba que o no existe o nos queda muy lejos.

Puse una vela grande y larga para las almas solas, para que todos quepan, y me puse a hacer pan de muerto con la esperanza de encontrar otra manera más de salvar esos sabores que valen las mil horas en la cocina. Pero, sobre todo, hice arroz con leche, con las dos horas de liturgia, con sus ritual de comerse recién hecho, como una manera de más de protestar pero ahora contra el tiempo: aquí siguen y aquí seguirán porque los estamos esperando.

domingo, 6 de junio de 2021

06062021 De las amigas

¿En qué rincón profundo y luminoso  de nuestro corazón viven nuestras amigas?

¿Habitan un cuarto amplio de grandes ventanas o un jardín de eterno clima benévolo? ¿Pasean libres entre pasiones: amor, admiración y miedo o sólo entre emociones hermosas y de paz? No sé cómo ni en qué lugar habitan pero durante gran parte de mi infancia creí que moraban en un lugar eterno, donde se vivía para siempre y en el que las encontraría la vejez y la memoria.

Desde que empecé a dejar de ser niña recuerdo dos grandes ¿cómo llamarlos? ¿anhelos? ¿ideas? En mí vivían dos pasiones, tal vez la primera era más un anhelo, el amor de mi vida era un deseo profundo y sin palabras en el que me refugiaba en secreto, quería tener uno de esos amores de cuento, para siempre, un pecho al que acudir y una voz con la cuál narrar toda la vida. El segundo era más una convicción, una idea, principios políticos casi: la amistad es para siempre y hay que ser incondicional. 

El primero, venido del sentimiento, me ha florecido en las manos y agradezco a todas las diosas y a la universa por poder olerlo cada mañana, cada tarde y cada noche. El segundo, venido de la razón, se me escurre entre los dedos, se rehúsa con tantas palabras, me rompe un poco el alma por mí, por ser cómo soy o por no ser como no soy. 

Siendo como son y sin un solo concepto que los una, en mi mente siempre siempre fueron hermanos, uno velado, oculto, deseado en silencio; el otro, una orden, brújula en principio. Y así, tan diversos y tal vez insospechados,  permeaban toda mi vida y le daban un sentido profundo de comunidad, de ambición de realización que he revisitado y cuestionado tantas veces ya a estas alturas de mi vida. 

Al amor le guardo aún devoción y (¿cómo no?) agradecimiento. Desde el cinismo y la sardonia cotidiana, benditos también en el lugar común de la amistad marital, me sé bendecida y afortunada y dedico mi vida al culto de dicho don, construyo mi vida con la fortuna de una fe y seguridad atípica en una generación huérfana de esta paz por mil causas que no vienen a cuento en esta ocasión.

Pero de la amistad, qué largos y dolorosos vericuetos he recorrido en ese también amor que siempre se me figuró más sencillo y casi garantizado. Tal vez al pensarlo tan críticamente, al tenerlo tan razonado creí que sólo mi convicción y entereza me lo salvarían de  zozobras, pero no.

La fútil y ridícula debilidad de la nostalgia me hacen navegar una y otra vez entre las ruinas de mil amigas y de menos amigos, de tantas personas que hoy me faltan por mí y por ellos y por los dos y por no sé que razones. 

El dolor no pequeño ni validado de las hojas caídas de la amistad no tiene nombre, es un bastardo en las emociones, es acaso una pasión que apenas las feministas empiezan a rescatar, a validar. Pero yo, una llorona y dramática de carrera larga, he dedicado complejos y sentidos llantos a maldecir, a desgranarme el pecho con el dolor de saber que hay que dejar ir a alguien, a ellos, a un amigo.

Y aún más, en ese llanto tendido de los cuates, descubro un dolorcito aún más particular, más cabrón, más terrible. Tras años de no nombrarlas o no entender, hoy veo a las amigas como un refugio verdadero, como otra bendición poco nombrada. ¡Derribemos a Benito Juárez para poner a las amigas! Madres de nuestras matrias, ¿Cómo no hay más odas, cómo no hay más cuentos? Dónde hemos estado las mujeres hombro con hombro todo estos siglos si hoy sabemos que estamos en todas partes, todo el tiempo. 

Las sé inconmesurables, necesarias, amorosas, fuertes y rebeldes. Extraño a mis amigos, a esos varones con los que sentía la paz fuerte y ese olor intenso al abrazarlos pero qué son ellos junto a estas mujeres que nos levantan mil veces, que nos reconstruyen de las cenizas, que nos acunan en mil tormentas. 

Las veo a todas ellas, enormes, insaciables, titánicas y rebeldes. Con su hermosa paz, con su bellas tormentas. Les rindo culto a las que están y a las que no y por eso, justo malditamente por eso, me duelen.

Me duelen hoy, aunque estén lejos de muchos años, aunque ya no las piense tanto, aunque sea para bien, aunque no las podría querer de nuevo.

Y es que sí son un rincón luminoso: ¿cómo, si no, a través del tiempo, se mantienen tan enormes y benditas, tan claras y luminosas?

Las veo diferentes, llenas de vidas y flores, con luchas propias para todas, con ambiciones de otro mundo.  Las veo lejos, distantes, entre nubes pero siempre las veo. Pasan los años y aún las veo.

Y de nuevo yo, que siempre las pensé eternas hasta que ya no, me encuentro frente a estas inútiles teclas, enumerándolas porque no están, haciendo con palabras su ausencia porque no las tengo. Hay una parte de mi mente que aún las cree para toda la vida y no, no son ellas, son estas palabras y el recuerdo.

Nunca he sido una mujer de personas, nunca he sido la más alegre ni la más simpática. Fui mucho tiempo el patito feo y aún soy mala para socializar. Cargo además los caprichos y desvaríos de mi carácter: una soberbia absurda que maldigo mil veces y una ingratitud que no comprendo, pero también (y ése es el verdadero pedo) me sé, me sé bien, me conozco y me sé incondicional, implacable y fiera; me sé leal, directa y valiente; me sé idealista, convencida y ridícula. 

Cómo todos debí errar, los veo con claridad en las lejanas tierras de la primaria: la ingratitud de un día a otro, o la ambición ridícula de pertenecer en la secundaria. Sé los desvarios de mi templanza por allá de mi amada prepa 6 y aún la constancia y hermetismo de la universidad pero no entiendo. Se me escapa de la razón este devenir cuando yo lo pensé tanto: ¡tenía tantos discursos de la amistad! La defendía tanto y creí tanto en ella que sólo ello ya me rompe el corazón, me desasosiega. ¡Caprichoso capricho el de este azar!

Me hallo aquí hoy enterrando la última hoja caída de aquél árbol de amigos. Le dejo aquí estas últimas palabras aunque sé que me faltan las más difíciles: un vulgar sms que termine algo eterno. 

Me encuentro aquí hoy,  a casi un año de duelo por ese entierro, tras mil vueltas y menos llantos, con las manos engarrotadas, la garganta anudada para no llorar de nuevo por ella. ¡Cómo quisiera no decirle adiós! La amo tanto, la extraño a diario, tiene ese lugar único que nadie puede llenar que tienen los amores, deja ese vacío que se queda ahí por siempre de las pasiones. 

Qué duelos tan largos dejan las amigas, quizá porque algunas nunca dicen adiós sólo se van o las dejamos ir, tal vez porque a veces sólo se diluyen, tal vez porque cuando damos un portazo de grito y pleito en el corazón creemos, nos aferramos a que no sea eterno.

No son para siempre, ni las amigas ni las soledades y lo agradezco: cierro los ojos y las agradezco, a las que sí están de poco o mucho, de más tiempo o de menos. Agradezco aún más tener nuevas amigas, porque las pedí, las supliqué. Me temí testaruda y torpe, orgullosa y tonta, creí no merecerlas y me dolió profundo, muy profundo en ese jardín grande y luminoso que debían habitar y que sentía acaso demasiado grande y solo. 

Sé que la universa y las diosas no son como los dioses masculinos a los que erróneamente les hemos confiado la humanidad. Son piadosas, llenas de luz y compasivas y no me van a dejar sola. Lo sé, no sé cómo lo sé pero lo sé y  las agradezco profundamente con toda el alma. Me quedo en paz en el consuelo de saber que no me faltarán ni ellas ni las otras, mis hermanas, que nosotras no nos faltamos ni en la ausencias y para muestra estos recuerdos que aún quedan.










sábado, 10 de octubre de 2020

28S

El pasado lunes 28 de septiembre de 2020, en la marcha por la despenalización del aborto y el derecho a decidir en CdMx, elegí quedarme afuera de los contingentes para seguirla desde el puesto de los policías. Todo el tiempo estuve detrás de ellos y entre ellos.

La idea de seguir la marcha así surgió por casualidad. Estaba en el cruce de Reforma e Insurgentes, justo frente a la esquina de la información cuando me la encontré de frente, en un ridículo alarde cinematográfico, quise grabarla con el teléfono mientras avanzaba hacia mí, venía de su nacimiento en el monumento a la Revolución. Cuando pasó, noté a los diferentes grupos policiacos, no eran todos iguales: había primero y a los costados grupos de mujeres; atrás, hombres. Se distinguían los uniformes: algunos de tránsito o las "Ateneas" (con un sutil distintivo rosa), había otros con chaleco antibalas o sin ellos y granaderos (no recordé en ese momento algo que ha surgido en redes posteriormente: Claudia Sheinbaum, actual jefa de gobierno de la CdMx anunció en su toma de protesta la eliminación del cuerpo de granaderos).

Desde la posición con la autoridad y no con la disidencia (como lo había hecho siempre) la marcha se veía distinta, el ambiente era otro, eran dos fenómenos simbióticos y simétricamente opuestos. En la marcha se respiran varios ambientes pero desde la profunda y pura sororidad: acostumbro ir sola (en contra de las recomendaciones) y sentir a mis hermanas desconocidas. Es un ejercicio de espíritu de manada, las oigo gritar consignas, cantar, reírnos, sonreírnos con los ojos detrás de paliacates, pasamontañas y, últimamente, tapabocas; las veo sonreír y abrazarse, consolarse entre desconocidas, furiosas y llenas de vida. Las reconozco temibles, me siento segura y poderosa. En otras manifestaciones, cuando lanzan gas lacrimógeno (que siempre lanzan y no poco) corremos para evitarlo y entre todas cuidamos a las que traen bebés o carriolas, si hay sillas de ruedas o alguna se cae la cercan de inmediato, siempre nos rodeamos y nos protegemos: es el lugar peligroso en el que me he sentido más segura jamás.

Entre los policías, el sentimiento fue el opuesto en todo momento y desde el principio, gran parte del tiempo transmití en vivo (para saber que si algo pasaba la evidencia estaría parcialmente segura y pública), la mirada de las y los policías era a veces de desconfianza, otras de odio, otras más de amenaza. En cuanto me rodearon sentí calos fríos y recordé las miles de noticias que he leído y oído sobre uniformados violando, matando, secuestrando o desapareciendo no sólo niñas o jóvenes, mujeres o estudiantes sino civiles en general. Sentí miedo nítido que ellos acentuaban con actitud agresiva.

Desde donde me crucé con el contingente, avancé con la autoiridad hasta balderas, unos quinientos metros más adelante sobre Juárez. Ahí había una pared de mujeres con escudos plásticos, granaderas, que impidieron el paso. Eran al menos unas seis o siete filas de mujeres apelotonadas en una presa humana y, más atrás, al menos una decena más de agentes varones.

La marcha habría avanzado quizá un kilómetro apenas desde el Monumento a la Revolución cuando, al toparse con este muro, fue encapsulada. Hasta donde vi y entendí no había contingentes ni antes ni después de los agentes por lo que todas las manifestantes estaban encerradas entre Balderas y Humboldt, menos de cien metros para unas 150, máximo 200 manifestantes.


Por un momento pensé que las retenían para controlar el avance y evitar las protestas hacia establecimientos o locales pero no se avanzó: pasó el tiempo y después de algunos intentos por romper el muro comenzó a cambiar la atmósfera. Las chicas de la marcha, en su mayoría mujeres de al rededor de 30 años y menores empezaron a sentirse encerradas. La proporción era ridículamente desigual: había al menos diez policías por cada manifestante. Hubo algunos enfrentamientos para lograr salir encabezados por las feministas más radicales pero poca mella hicieron, no había forma y fueron repelidos por gases lacrimógenos. De tres a cinco filas de mujeres con escudos las rodeaban en cercas y atrás, siempre atrás, los hombres policías.

Pasamos al menos una hora ahí. Yo grabando, recorriendo los alrededores, deambulando entre policías. Durante este tiempo pude notar varias cosas.

Había un grupo de hombres vestidos de civil. Hombres de entre 30 y 40 años con camisas o camisetas blancas. En un principio estaban a un lado del encapsulamiento riendo y comentando, destacaban pues parecían divertidos y que no estaban ahí por casualidad. Después descubrí a varios de ellos dando instrucciones, gritando y dando órdenes: iban con la policía pero no se distinguían como tal, se comportaban arrogantes, desdeñosos y prepotentes, les percibía casi divertidos conforme la tensión aumentaba.

Los y las policías de a pie no eran nada efectivos, afortunadamente. Después de un rato comencé a notar que son pésimos siguiendo instrucciones, están lejos de ser eficaces pues son torpes, sordos, descuidados e imprudentes. No conocen los protocolos y no pierden la oportunidad de distraerse. Están más preocupados en ser prepotentes que ágiles. En una verdadera situación de emergencia, o peligro, estoy segura de que sus deficiencias podrían cobrar víctimas.


La cantidad de agentes en proporción con la de manifestantes era absurdamente mayor. Yo calculo, al menos, diez a uno. ¿Cuál es el miedo a las manifestantes? No creo que una marcha sea capaz de modificar el verdadero estado político o social de un conflicto, a mi ver, estas manifestaciones ponen el tema del feminismo en la agenda, lo visibilizan y nos unen como grupo, sin embargo, considero todos estos valores más en el campo de lo simbólico que de lo real. Nuestro verdadero efecto se ve en los grupos de apoyo, en los de refugio, con las luchas en lo legal y en la militancia digital en la que informamos. Entonces ¿acaso los daños materiales son tan notables como para desplegar tal fuerza? ¿Fue un error de cálculo al estimar a las participantes? O acaso ¿el descontento de las mujeres es ya de por sí revolucionario y por lo tanto amenazante al grado de buscar asfixiar su campo de acción? Ya se tiene por cierto que los daños a edificios e inmuebles son más preocupantes en la agenda que atender los terribles problemas que sufrimos y, a mi ver, estos despliegues hacen patente que más vale trabajar un día, unas horas, en atacar y secuestrar a estas mujeres que reconocer y combatir las deficiencias, negligencias y crímenes cometidos por el estado en nuestra contra. Una vez más queda claro que la gran prioridad para el gobierno de la CdMx es proteger parabuses y mallas, edificios y esculturas.

No estoy segura de qué se perseguía con esta estrategia pero sospecho que era cansar a las mujeres. Sobre Juárez, entre Humboldt y Balderas, estuvieron más de una hora secuestradas. En una cuadra, bajo el sol, aisladas, el ambiente comenzó a tensarse, su desesperación era patente, el olor del miedo comenzó a llenarlo todo. Todos sabíamos que las chicas no iban a dejar que nada se sucediera sin dejar la piel en la lucha pero en el contingente encerrado había madres con niños de diversas edades, adolescentes llenas de miedo que suplicaban a las policías que las dejaran salir y a las que se les respondía con burla y sorna. Las feministas se hicieron con varios escudos y hubo varios enfrentamientos en las orillas pero era sencillamente desigual. En contra de lo que se cree, las mujeres suelen llevar un par de elementos para hacer fuego y protestar pero la consigna es, y siempre ha sido, no violentar a las mujeres policías. Los enfrentamientos fueron producto de la desesperación y la ansiedad, del miedo de estar rodeadas y aisladas. Los fuegos fueron siempre en una sola dirección: hacia aquellas que estaban presas. Las manifestantes no iban a lanzar fuego por una razón sencilla, no tenían a donde huir, era una cuestión de seguridad, no de templanza. Días después circuló una foto de Erika Martínez, la madre de una niña abusada que se ha vuelto símbolo de la lucha, confrontando de pie a las granaderas mientras los gases volaban sobre su cabeza. Ésa es la lucha que se cierne sobre nosotras: la voz de las madres que exigen justicia, de las víctimas y de las que sobrevivimos contra la fuerza del estado que busca y que persigue silencio a toda costa. El estado prefiere atacar mujeres para defender monumentos que hacer monumentos de las mujeres que nos defienden de los que nos atacan.

En ese contexto, el uso de lacrimógenos fue exagerado, brutal, innecesario y constante. Yo conté más de 30 detonaciones pero en los días posteriores hemos leído información que nos hace temer hasta 100 para una marcha de no más de 300 personas. Estas detonaciones no defendían el mármol sagrado del Hemiciclo de San Benito Juárez o las paredes de los intocables bancos o plazas. El humo atacaba a mujeres encerradas, desesperadas y agotadas después de una hora desesperante, extenuadas por el aislamiento. No hubo apenas daños materiales y, sin embargo, los mensajes de advertencia sobre la intoxicación por gas lacrimógeno, las quejas de picazón y urticarias, las crónicas del ardor en ojos y gargantas fue una constante entre colectivos y páginas militantes los próximos días. Una vez más: la violencia a las mujeres que debería ser motivo de indignación y queja social se llena de mensajes que justifican la violencia de una institución policiaca que permitió que sus agentes violaran a una niña de 14 años sin consecuencias o que mataron a un anciano por no llevar tapabocas al principio de la pandemia. No se debe olvidar ni por un momento quién es esa policía a la que hoy se defiende ni lo que ha hecho.

Y aún tras toda esta recopilación hay una anotación más que me ha dado vueltas y que ha hecho eco entre aquellos con los que compartí esta crónica. Las mujeres policías (con menor equipo y protección en muchos casos) fueron usadas como carne de cañón. Las pusieron al enfrente: todos los mandos que reconocí las trataron con desprecio, indiferencia, violencia o sardonia. En muchos casos al menos la mitad del efecto del lacrimógeno cayó sobre estas mujeres que, malpagadas, maltratadas y humilladas, eran enviadas casi "por castigo" por ser mujer, para pagar la culpa de lo que hacían sus hermanas. Las vi huyendo del gas, llorando y gritando mientras se tallaban los ojos y rascaban su ropa, consolando unas a otra el miedo, gritando por agua mientras los mandos las enviaban de regreso, una y otra vez, al frente a confrontar y expiar los crímenes de su sexo: el pecado original se sigue pagando. Hay un Adán siempre dispuesto a recordarnos que le debemos una costilla. Fueron las primeras en llegar, las últimas en irse. Se les veía en los ojos el miedo, muchas miraban despavoridas y hurgaban el paisaje con esperanza como deseando poder escapar. Ellas, abusadas por sus compañeros, violentadas por sus superiores, mártires involuntarias del fuego amigo lloraban enfrente de sus hermanas que lloraban a su vez. Mujeres confrontadas a mujeres por mandato de hombres que ríen, que las miran con gracia mientras suplican por agua para los ojos.

Los hombres, los granaderos equipados y entrenados, se mantuvieron siempre en segundo plano, seguros, contentos, haciendo chistes y gritando mientras empujaban (literalmente) a sus compañeras que dejaban la piel al frente de una lucha que es su lucha, no en su contra.

Esta lucha es nuestra, lo más nuestro que las mujeres hemos tenido: gritamos por nuestra vida, nuestra seguridad, no sólo por nuestras hermanas sino por nosotras mismas que estamos en este infierno de violaciones y muerte. Al menos nosotras decidimos estar de este lado, ellas son torturadas del otro.

Esta será la nueva pauta, la mujeres nos seguiremos encontrando: en las marchas por el derecho a decidir, para erradicar la violencia en nuestra contra, por la igualdad de nuestras condiciones, porque al menos a mí me queda claro que mientras ellos ríen y hacen chanzas nosotras aún tenemos un muro por delante.

martes, 17 de marzo de 2020

17 III 20

Me pregunto en qué esquina, en qué rincón del camino de la historia, el hombre perdió la humanidad.
Descubro al hombre cruel y me duele. Me duele, al ver en qué se ha convertido, que ha hecho de su humanidad. Cómo ha convertido la masculinidad en monstruo de furia y golpes, cómo se mata en la guerra, cómo golpea a su hermano, como ha relegado la fraternidad a la complicidad de sus violaciones. Me duele ver su humanidad olvidada. 

Siento la obligación de su fuerza y le compadezco. Me  conduelo de una infancia sin amor, de los amigos que no se abrazan, de temer a las lágrimas en vez de enjugar con ellas su dolor profundo. Busco el insondable pozo de su tristeza y trato de llorar con ellos para acunar su llanto acallado, para liberarlos con la compasión, para romper su soledad heroizada. 

No comprendo con qué cruel propósito se les invitó al club de la hombría a bañarse en sangre y a romper todo y les encuentro casi inermes, golpeados, deformados en asesinos y violadores. 

Los veo, torturando mujeres, rompiéndolas en girones de carne y gritos. Arrancándoles la vida con pinzas y sierras para alimentar el voraz apetito del cine gore, para llenar el morbo de la deep web, para ganar los dolares de la sangre que escurre de un cuerpo real, del sufrimiento que no es fingido. Los imagino escogiéndolas: contando a las obreras de la maquila, sabiéndolas pobres y prescindibles, con la certeza de que hay miles para tomar...una por una,,, una tras otra,,, una más y una más... Hasta que son cientos y luego miles de cruces rosas sembradas en el desierto. Oigo los gritos en mis sueños: el primero histérico e infinito, el último agónico y milésimo. Oigo cada grito en la pequeña celda de un panal infinito de mujeres, cada una torturada de manera diferente, cada una sobajada, humillada, odiada y repudiada hasta el último hueso que se quiebra, hasta el último diente que cae. 

Los veo, a los hombres, violando niñas, bebés, hijas, hermanas y sobrinas. Hurgando en la ropa interior de algodón, en las faldas de encajes. Los sé tocándolas, penetrándolas hasta romperlas, hasta quebrarlas, hasta partirles el alma en llanto. Ellas aún sin hablar y ya con el dolor de una erección que no comprenden ni imaginan, con el castigo de un deseo que les mata. Los veo en los ojos de las víctimas que los reconocen queridos aunque violadores, que los justifican y les bendicen con un perdón que a veces me rompe, que no entiendo pero agradezco.

Veo a los hombres a los ojos mientras nos tocan, mientras juegan con nuestro miedo, mientras nos minimizan. A ellos que nos humillan sin razón, nos juzgan con qué derecho y nos invalidan con la arrogancia del dictador idiota, Reyes en su mundo de muertos y dolor, nos niegan la humanidad que usan de jerga, se vanaglorian ahogados en la mierda de sus montruos, nos satirizan desde la superioridad autoproclamada. Los veo a los ojos mientras se burlan de nuestras muertas, mientras nos culpan por ser asesinadas. 

Los veo y me duelen, me duelen por indoloros y crueles, por tiránicos, indolentes y perversos. Me duelen por asesinos y violadores. 

Quisiera al hombre humano, sensible en su fuerza y vulnerable sin miedo, amoroso en su hermandad, solidario (en serio fraterno). 

Pero lo veo y por más que lloro más se me aclara la vista y veo al hombre hecho el lobo de la humanidad y me duele: me duele al verlo qué es y me duele en carne propia al sufrirlo. Y lloro, no sé cómo pero aún lloro: por él, que está sólo, y por nosotras que los padecemos. 





jueves, 2 de octubre de 2014

02 X 2014 Amor de verano

Una vez tuve un amor de verano, fue cálido, luminoso y breve; fue como una mentira que se convierte en ficción, en cuento por su pura forma. Tuve un amor de verano, nació y murió entre clases, sin obligaciones, sin tareas, sin pretextos ni compañeros. No sé ni siquiera si murió en serio o si sólo pasó, si sólo vino y partió como parte el día en la tarde. Creía que esas cosas no existían, que el amor no nacía en días, que uno no amaba en un ratito, que la vida no cambia en tres semanas.
Tal vez mi falta de ingenuidad me cegó ante el milagro.
El amor siente debilidad ante el verano. Uno no se enamora igual en otoño como en verano. El otoño parece más bien una promesa de olvido o un gusto que se convierte en refugio. La metáfora obligada al caer de las hojas evoca el dejar ir, el perder. El frío anunciado, los vientos resentidos son la misma nostalgia que se rememora afanosamente, que se repite en parques vacíos, que se pierde en besos extrañados. El otoño es un memoria que se repite anualmente, una larga agonía. Es muerte larga que no llega y sus amores son pacientes, incautos, locos que no saben qué pasa. Enamorarse en otoño es un fiesta privada que apenas se celebra. Por algo no haya amores de otoño, estos no tienen la intensidad del sol ni la promesa de la primavera. No son luz sino sombr larga y en ellos duerme una esperanza silenciosa que perdura por no andarse con aspavientos.
Enamorarse es invierno, en cambio, es un acto de resistencia poética, es un desafiar de viento y frío. Es gritar al aire que se está vivo, refugiarse en el calor de un beso, hibernar en la solitaria compañía de un amante. Es la rebelión de los románticos, de los cínicos, de los faltos de fe que terminan todos siendo uno, siendo dos que se encuentran y se aman y se cuidan. Se velan los sueños las noches largas, cada vez más largas.  Yo amo amar en invierno, jugar al ser sol entre sábanas, calentar el corazón que se tiene en las manos, tomar café con vaho y mirarle esos ojos que me matan. El amor de invierno es vulnerable y nadie le hace frases, películas ni canciones. No se habla de él para no recordar que a veces lo mata la soledad y el frío, que a veces muere, que a veces no es resistencia sino memoria poética. Amar en invierno es una gimnopedia y un suéter a rayas.

No me importa el amor de primavera, eso es para los que no saben amar.

miércoles, 16 de julio de 2014

Quiero ser una princesa...

Quiero ser una princesa
Al diablo con las presidentes, al diablo con las científicas, las ingenieras y las astronautas: ¡yo quiero ser una princesa! Yo sé que no está de moda, que las feministas las critican, que es totalmente out usar vestido largo y tiara, que los zapatos de cristal han de ser la muerte y que rentar una torre a precio accesible va a ser imposible, pero no me importa: yo quiero ser una princesa.
En una era de facebook y twitter es complicado imaginar un personaje más anacrónico que la princesa. Su imagen ha sufrido años de lenta y mordaz devaluación gracias a las intensas campañas mediáticas y a los severos juicios que, con piel de cordero, cazan mordazmente cualquier atisbo de tradición, como si la función de la literatura fuera educativa en vez de artística. En la red abundan artículos y videos en donde se ensalzan a las niñas que desean ser chefs, astrofísicas o activistas mientras que juzgan severamente a las antiguas heroínas. Los padres y las feministas critican los roles sociales que las princesas presuntamente proponen tanto así que las versiones propuestas por la casa Disney han sido sometidas a intensas reinterpretaciones en las que de repente encontramos a Bella (de La Bella y la Bestia) tatuada y con liguero.
La modernidad es un tiempo difícil para usar tiara: la vida va demasiado rápido para esperar cien años a un príncipe, los espejos mágicos serían más deprimentes que los desfiles de Victoria Secret y subir al pretendiente al pen house con la fuerza del cuero cabelludo sería casi imposible en la era de los mohicanos y las chicas rapadas. La verdad es que tras siglos de existencia del cuento popular, su proliferación como textos fijados es relativamente breve: mientras que se calcula que algunos de los argumentos más comunes datan de edades anteriores a Cristo, no fue sino hasta el romanticismo que estos fueron recopilados y por lo tanto atados a esta inmutabilidad implícita en la escritura. Perrault y Grimm, fieles al espíritu de la revolución romántica, fueron pioneros en el rescate de estos textos para ofrecerlos a un público culto y refinado bajo la premisa de que estaban promoviendo la cultura popular, gran mentira pues el trabajo que efectuaban implicaba un inevitable cambio en la forma y en el contenido. No sólo se trataba de pasar al formato escrito un texto que llevaba cientos de años configurándose de manera oral, los temas y modos del vulgo no eran los apropiados para los nuevos receptores. El narrador y el público eran diferentes ahora, los narradores orales plasmaban en el texto no sólo sus convicciones morales y sociales sino que por medio de las historias las heredaban durante generaciones. Por otra parte, los cuentos ahora debían ser adecuados para los oídos propios y refinados de la burguesía a la que iban dirigidos o que, en cuyo caso, sería finalmente la verdadera lectora. La revolución no fue tal y domesticó a los cuentos como a animales salvajes: al lobo se le disfrazó de perro faldero, lo peinaron, bañaron y enseñaron trucos para que el flamante dueño lo sacara a pasear en sociedad.
Este cambio de look bien sirvió, los cuentos populares aun son fuente inagotable de nuevos textos: desde las centenas de publicaciones infantiles de los últimos cien años hasta la blancanieves que recién nos ofreció Hollywood y que se muestra rebelde cambiando al príncipe por el leñador, con su carácter que en vez de monárquico es casi mesiánico y que, sin embargo, de lo que realmente puede presumir es de tener menos carisma que nunca.
El truco fue eficaz y engañó a la mayoría, pero al final, como casi todos los trucos, terminó por ser aburrido y soso. Creer que las todas las princesas son así como Perrault decía es ingenuo: él trabajaba en la corte y le convenía mostrar chicas débiles y sumisas pero en la realidad las mujeres con más punch han existido siempre, también en los cuentos.
Mientras que Cenicienta se dejaba ser el trapeador de su madrastra en los cuentos cortesanos, otros textos realmente populares gozaban de chicas que hacían ver al príncipe su suerte: sodomizándolo con rábanos en el culo, abandonándolo tras una odiada boda, siendo ellas quienes salvaban a los enamorados que, a menudo, la regaban al caer en las trampas más tontas que uno pueda imaginar. En la tradición oral había de todo, la verdadera cuestión era saber si en los libros se quería ese todo. No hay forma de saber si en la corte tales narraciones hubieran sido exitosas o no, no se les ofrecían y, por lo tanto, esos textos quedaron relegados. En la tradición esas princesas han sobrevivido al margen pero la princesa, en abstracto, se las ha arreglado mejor de lo que los muchos se atreven a admitir.
En la actualidad los cuentos de autor sobre princesas proliferan en colecciones y editoriales de literatura infantil en varias lenguas. Si bien hay un buen número de colecciones rosas, encuadernadas con diamantina que incluyen a La Bella y la Bestia, Los Siete Cisnes y La Bella Durmiente, también hay un creciente número de princesas escritas por autores contemporáneos que vencen al dragón y dejan al novio (Tiemblen dragones, SM) usan el cabello largo para ser estrellas de circo y casarse con el hombre fuerte (La Princesas de lo largos cabellos, FCE) o que les gusta más estar solas que mal acompañadas, o más bien, peor acompañadas que bien acompañadas (La Princesa y el Pirata, FCE).
Es decir, los textos que fueron marginales durante muchos años hoy son accesibles y dejan en la luz a protagonistas fuertes, astutas, incluso manipuladoras o crueles, a veces. Ellas hacen lo que quieren y como quieren, idean sus cuentos y sus finales a su manera, sin perder la corona ni despeinarse. Estas temáticas son frecuentes y exitosas para las princesas modernas que las exploran y explotan. Asimismo, las heroínas marginadas muestran que el cuento popular es un sistema de ficción con reglas y estructuras más o menos regulares, no un cúmulo de prejuicios morales o sexistas. No son textos educativos, tampoco de adoctrinamiento sino un constructo estético que tiene qué aportar a la formación literaria y emocional del lector tanto como cualquier otra obra: cuestionando, provocando, sorprendiendo y cautivando al lector por medio de su discurso narrativo.
Las protagonistas contemporáneas juegan con la forma asociada a un personaje, problematizan los elementos que las acompañan y explotan recursos narrativos de varias naturalezas como la vuelta de tuerca, el nonsense, el absurdo o la exageración, mostrando así que ésta es un personaje tan sólido en su configuración literaria que admite cambios similares sin amenaza a su forma. La heroína puede fugarse con el pirata (La princesa y el pirata, FCE); ser gorda, redondodota y la mujer más orgullosa y feliz (Princesa Ana, FCE); puede cuestionar la voluntad y tradición hasta del propio género literario al desdeñar la boda, al príncipe y el reino para irse de trotamundos a conocer y descubrirse (La historia medio al revez, FCE). Ella puede hacer lo que sea sin dejar de ser princesa, es más, puede ir a la escuela (Las princesas también van a la escuela, FCE) y bien podría ser presidente, astrofísica o astronauta sin dejar de serlo.
La princesa es un personaje sin un referente cercano en la vida real, la gran mayoría de las niñas nunca podrán se verdaderas herederas reales ni vivirán en un castillo. Sin embargo, el mundo de ficción que ofrece es accesible para todas, universal en la simplicidad de sus implicaciones: cualquiera puede ser la más bonita de todas, además me parece un ideal sano de belleza creer que todas merecemos un príncipe que nos quiera tanto como para cruzar bosques encantados por nosotras. Los cuentos de hadas nos acercan a un mundo maravilloso e inexistente que nos anticipa el disfrute estético de la ficción, nos invita a un universo totalmente imaginario que nos permitirá un posterior acercamiento a construcciones ficcionales más complejas, nos entrenará de la manera más idílica en este juego de las invenciones que es la literatura.
Acercar a niños y niñas a este universo de castillos y espadas es no negarles un escape de la realidad, la realidad en la que serán presidentes, o corredores de bolsa o urbanistas. Realidad a la que nadie tiene que introducirlos pues ya nacen en ella. Es enriquecerles esta realidad con referentes llenos de ideales, de juego y sinsentidos que son el germen de la imaginación, la inventiva y la creatividad.
Después de mucho meditar, me he dado cuenta de que yo no tengo madera para las intrigas políticas, jamás podría estudiar astrofísica y que definitivamente no quiero salir de mi órbita, pero que sí quiero ser la que lleve la voz cantante en esta historia; de que si hay un príncipe, sin duda éste debe estar dispuesto a todo por mi mano; que al final tengo que aprender a gobernar este pequeño país que es mi departamento y que de vez en cuando todos tenemos que enfrentarnos contra uno que otro dragón.
Por eso pasan los años y yo sigo demandando mi derecho real a ser una princesa.

Diario mágico "El Profeta" del 8 de julio de 2014.

Hace poco más de una semana, el ocho de julio, J. K. Rowling publicó un nuevo texto sobre el futuro de los integrantes del Ejército de Dumbledore. El fragmento de "El Profeta" firmado por Rita Skeeter, reina del chismorreo en el mundo mágico, reveló detalles sobre la vida adulta de los que podrían ser los personajes literarios más célebres de los últimos años: los integrantes de El Ejército de Dumbledore.
Los comentarios y las polémicas sobre las posibles "intenciones ocultas" detrás de la publicación del artículo no se dejaron esperar: desde la posible publicación de una continuación de la saga, el que fuera un recurso para elevar la popularidad de su página (lo que repercutiría en el aumento del valor monetario de ésta) o el deseo de la escritora de gozar de nuevo del reconocimiento mediático.
Como sea, el evento provocó revuelo entre los grupos de seguidores y pronto fue titular de todo tipo de publicaciones: revistas de moda, sociales, noticieros internacionales así como muchos otros foros que no tenían relación directa con el tema y que aún así no pudieron salvarse  de la histeria colectiva.
Más allá de cuáles fueron los motivos que llevaron a Rowling a retomar la historia que la hizo multimillonaria, lo cierto es que permitió a sus lectores ser parte de un fenómeno ficcional sin precedentes.
La literatura implica un tiempo ficcional indefinido que puede ser anterior, simultáneo o futuro pero cuya cualidad principales es justamente esta indefinición en alguna medida (excepto en casos como el de las novelas históricas). Esta indefinición es consecuencia de la naturaleza propia de la ficción que apela a un tiempo-espacio más o menos vago en función de la verosimilitud y para favorecer que los hechos narrativos se intrinquen más fácilmente. Entre más definido sea el tiempo más difícil es tejer los hechos ficticios (volvamos al ejemplo de las novelas históricas).
A la vaguedad del tiempo discursivo, hay que agregar el de la enunciación. Desde la novela por entregas, los textos tardan más o menos tiempo en llegar a las manos de sus lectores. Los blogs y otras fuentes digitales permiten que este tiempo se minimice pues puede ser leído justo después de ser producido, sin embargo, ello sólo salva de nuevo sólo una de las dos distancias temporales. Tanto en un caso como en el otro, no se lee "en tiempo real" sino en tiempos diferentes que se salvan por medio de la experiencia de lectura: no importa que Los Miserables haya sido escrito en el siglo XVIII ni que se ubique durante la Revolución Francesa, al leerlo uno está ahí, en ese tiempo y en ese lugar.
Empero, hace ocho días, lo millones de Potterheads que leímos el artículo de El Profeta acudimos al nacimiento de un nivel temporal nuevo: el simultáneo. No sabemos cuándo se escribió pero nosotros, el martes pasado, leímos el periódico del día: los muggles leímos el mismo artículo que leyeron las brujas y los magos de la comunidad mágica: ése día la ficción y la realidad se empalmaron.
No sé si Jo lo hizo por ganar dinero o por recuperar popularidad, ni siquiera me prestaré a las polémicas sobre la calidad literaria de la saga mágica (ello es otro tema) sólo quiero hacer notar el momento histórico al que fuimos convocados, sin duda no el último pero sí el primero en el que los lectores podemos asumir, sin tener que entrar en controversias temporales, que no es ficción, que es un conjunto de hechos que en realidad sucede, que los personajes con los que crecimos crecen con nosotros, que están vivos aquí y ahora.