domingo, 6 de junio de 2021

06062021 De las amigas

¿En qué rincón profundo y luminoso  de nuestro corazón viven nuestras amigas?

¿Habitan un cuarto amplio de grandes ventanas o un jardín de eterno clima benévolo? ¿Pasean libres entre pasiones: amor, admiración y miedo o sólo entre emociones hermosas y de paz? No sé cómo ni en qué lugar habitan pero durante gran parte de mi infancia creí que moraban en un lugar eterno, donde se vivía para siempre y en el que las encontraría la vejez y la memoria.

Desde que empecé a dejar de ser niña recuerdo dos grandes ¿cómo llamarlos? ¿anhelos? ¿ideas? En mí vivían dos pasiones, tal vez la primera era más un anhelo, el amor de mi vida era un deseo profundo y sin palabras en el que me refugiaba en secreto, quería tener uno de esos amores de cuento, para siempre, un pecho al que acudir y una voz con la cuál narrar toda la vida. El segundo era más una convicción, una idea, principios políticos casi: la amistad es para siempre y hay que ser incondicional. 

El primero, venido del sentimiento, me ha florecido en las manos y agradezco a todas las diosas y a la universa por poder olerlo cada mañana, cada tarde y cada noche. El segundo, venido de la razón, se me escurre entre los dedos, se rehúsa con tantas palabras, me rompe un poco el alma por mí, por ser cómo soy o por no ser como no soy. 

Siendo como son y sin un solo concepto que los una, en mi mente siempre siempre fueron hermanos, uno velado, oculto, deseado en silencio; el otro, una orden, brújula en principio. Y así, tan diversos y tal vez insospechados,  permeaban toda mi vida y le daban un sentido profundo de comunidad, de ambición de realización que he revisitado y cuestionado tantas veces ya a estas alturas de mi vida. 

Al amor le guardo aún devoción y (¿cómo no?) agradecimiento. Desde el cinismo y la sardonia cotidiana, benditos también en el lugar común de la amistad marital, me sé bendecida y afortunada y dedico mi vida al culto de dicho don, construyo mi vida con la fortuna de una fe y seguridad atípica en una generación huérfana de esta paz por mil causas que no vienen a cuento en esta ocasión.

Pero de la amistad, qué largos y dolorosos vericuetos he recorrido en ese también amor que siempre se me figuró más sencillo y casi garantizado. Tal vez al pensarlo tan críticamente, al tenerlo tan razonado creí que sólo mi convicción y entereza me lo salvarían de  zozobras, pero no.

La fútil y ridícula debilidad de la nostalgia me hacen navegar una y otra vez entre las ruinas de mil amigas y de menos amigos, de tantas personas que hoy me faltan por mí y por ellos y por los dos y por no sé que razones. 

El dolor no pequeño ni validado de las hojas caídas de la amistad no tiene nombre, es un bastardo en las emociones, es acaso una pasión que apenas las feministas empiezan a rescatar, a validar. Pero yo, una llorona y dramática de carrera larga, he dedicado complejos y sentidos llantos a maldecir, a desgranarme el pecho con el dolor de saber que hay que dejar ir a alguien, a ellos, a un amigo.

Y aún más, en ese llanto tendido de los cuates, descubro un dolorcito aún más particular, más cabrón, más terrible. Tras años de no nombrarlas o no entender, hoy veo a las amigas como un refugio verdadero, como otra bendición poco nombrada. ¡Derribemos a Benito Juárez para poner a las amigas! Madres de nuestras matrias, ¿Cómo no hay más odas, cómo no hay más cuentos? Dónde hemos estado las mujeres hombro con hombro todo estos siglos si hoy sabemos que estamos en todas partes, todo el tiempo. 

Las sé inconmesurables, necesarias, amorosas, fuertes y rebeldes. Extraño a mis amigos, a esos varones con los que sentía la paz fuerte y ese olor intenso al abrazarlos pero qué son ellos junto a estas mujeres que nos levantan mil veces, que nos reconstruyen de las cenizas, que nos acunan en mil tormentas. 

Las veo a todas ellas, enormes, insaciables, titánicas y rebeldes. Con su hermosa paz, con su bellas tormentas. Les rindo culto a las que están y a las que no y por eso, justo malditamente por eso, me duelen.

Me duelen hoy, aunque estén lejos de muchos años, aunque ya no las piense tanto, aunque sea para bien, aunque no las podría querer de nuevo.

Y es que sí son un rincón luminoso: ¿cómo, si no, a través del tiempo, se mantienen tan enormes y benditas, tan claras y luminosas?

Las veo diferentes, llenas de vidas y flores, con luchas propias para todas, con ambiciones de otro mundo.  Las veo lejos, distantes, entre nubes pero siempre las veo. Pasan los años y aún las veo.

Y de nuevo yo, que siempre las pensé eternas hasta que ya no, me encuentro frente a estas inútiles teclas, enumerándolas porque no están, haciendo con palabras su ausencia porque no las tengo. Hay una parte de mi mente que aún las cree para toda la vida y no, no son ellas, son estas palabras y el recuerdo.

Nunca he sido una mujer de personas, nunca he sido la más alegre ni la más simpática. Fui mucho tiempo el patito feo y aún soy mala para socializar. Cargo además los caprichos y desvaríos de mi carácter: una soberbia absurda que maldigo mil veces y una ingratitud que no comprendo, pero también (y ése es el verdadero pedo) me sé, me sé bien, me conozco y me sé incondicional, implacable y fiera; me sé leal, directa y valiente; me sé idealista, convencida y ridícula. 

Cómo todos debí errar, los veo con claridad en las lejanas tierras de la primaria: la ingratitud de un día a otro, o la ambición ridícula de pertenecer en la secundaria. Sé los desvarios de mi templanza por allá de mi amada prepa 6 y aún la constancia y hermetismo de la universidad pero no entiendo. Se me escapa de la razón este devenir cuando yo lo pensé tanto: ¡tenía tantos discursos de la amistad! La defendía tanto y creí tanto en ella que sólo ello ya me rompe el corazón, me desasosiega. ¡Caprichoso capricho el de este azar!

Me hallo aquí hoy enterrando la última hoja caída de aquél árbol de amigos. Le dejo aquí estas últimas palabras aunque sé que me faltan las más difíciles: un vulgar sms que termine algo eterno. 

Me encuentro aquí hoy,  a casi un año de duelo por ese entierro, tras mil vueltas y menos llantos, con las manos engarrotadas, la garganta anudada para no llorar de nuevo por ella. ¡Cómo quisiera no decirle adiós! La amo tanto, la extraño a diario, tiene ese lugar único que nadie puede llenar que tienen los amores, deja ese vacío que se queda ahí por siempre de las pasiones. 

Qué duelos tan largos dejan las amigas, quizá porque algunas nunca dicen adiós sólo se van o las dejamos ir, tal vez porque a veces sólo se diluyen, tal vez porque cuando damos un portazo de grito y pleito en el corazón creemos, nos aferramos a que no sea eterno.

No son para siempre, ni las amigas ni las soledades y lo agradezco: cierro los ojos y las agradezco, a las que sí están de poco o mucho, de más tiempo o de menos. Agradezco aún más tener nuevas amigas, porque las pedí, las supliqué. Me temí testaruda y torpe, orgullosa y tonta, creí no merecerlas y me dolió profundo, muy profundo en ese jardín grande y luminoso que debían habitar y que sentía acaso demasiado grande y solo. 

Sé que la universa y las diosas no son como los dioses masculinos a los que erróneamente les hemos confiado la humanidad. Son piadosas, llenas de luz y compasivas y no me van a dejar sola. Lo sé, no sé cómo lo sé pero lo sé y  las agradezco profundamente con toda el alma. Me quedo en paz en el consuelo de saber que no me faltarán ni ellas ni las otras, mis hermanas, que nosotras no nos faltamos ni en la ausencias y para muestra estos recuerdos que aún quedan.