lunes, 18 de febrero de 2013

para poder perdonar

El perdón es ese acto de bien con el que nos desprendemos del rencor y el resentimiento para poder seguir, para no dejar de caminar. Son amarras, los resentimientos, que no nos dejan caminar que nos acortan los pasos. Podemos ir con ese lento arrastrar de cadenas durante años, andar con ese lastre de errores ajenos. Dicen que lo más complicado es perdonarse a uno mismo, sin embargo, me parece que la  lejanía de los traspiés ajenos es más bien supuesta: las más de las veces manchan nuestros propios pasos.

Hay destinos que se unen, algunas suertes están escritas como una sola al menos por una parte del camino, ellas están atadas para bien o mal y el tropiezo de uno es la caída de ambos. En algún momento somos esos seres dobles que caminan, viven y ríen juntos, ese completo de las medias naranjas.

Somos responsables por la felicidad del otro, su tristeza es nuestra causa, su desesperanza nuestro enemigo, el otro está en nuestras manos como nosotros en las de él. Y así como somos, seres imperfectos, nos herimos, nos espinamos con la cercanía, nos lastimamos sin afanes.

Los errores de los enamorados son tan pintos y variados como amores hay, pueden venir del miedo o del orgullo, del rencor y del cariño, pueden ser una piedrilla que nos haga dudar del camino o una sucesión de obstáculos que nos reten el carácter.

¿Somo tan tontos los hombres que nos hemos educado para ceder, para rendirnos? No hay pasiones sin decepciones, el orgullo es el juego de la vanidad que hipoteca finales felices. El miedo nos mueve con furia y desdén, apostamos por un caballo cojo y ciego teniendo en frente al semental. No hemos sido educados para saber amar, nada nos puede enseñar más que nuestros errores y estamos muy cultivados en desdeñarlos y no perdonar.

Los vicios de la posmodernidad son los verdugos del ser tan indefenso y frágil que parece ser el amor. Y digo parece por que el amor sobrevive a nuestros vicios, a nuestras vanidades, a las piruetas que hacemos cuando le jugamos chueco. Ni la distancia ni los reproches, ni las terquedades ni el orgullo pueden evitar esa belleza tan frágil que nace cuando los que se aman se tocan, se ven, se hablan. No importa que se hayan desdeñado los títulos, que se hayan marchitado los entusiasmos ni que calles, horas y silencios se usen como fronteras; la casualidad o la causalidad puede acercarnos un día cualquier y ese brote de centellas, de suspiros susurrados delatan que, entre los tercos, pasa como un fantasma el amor.

No puede el hombre perdonarse los genocidios, no debería perdonarse los infantes olviay dados ni las mentiras que dejan hambre. Se miente el hombre hablando de progreso y posmodernidad mientras aún hay analfabetismo y guerras. Ése es el Hombre, el Hombre con mayúscula para saber que somos todos lo que cargamos con estos pecados originales. ¿Acaso los hombres con minúsculas somos más sabios?

No, somos el verdugo de aquél que nos amó, nos ama, y nos deja ir, nos pierde aunque lo busquemos, nos teme por traspiés ya muy arrepentidos. Somos quien ejecuta las pasiones para después pedir perdón, somos quien no perdona para no ser débil.

Somos, los hombres, hijos de pasiones mezquinas que reiteran el crimen vulgar aunque ello calle lo sublime; que desata la furia para no hacerse responsable por el cariño, preferimos darle alas al rencor que darle los brazos a la ternura. Alimentamos guerra para taparnos los ojos y no ver al amor que dejamos morir de hambre.

No, no sabemos perdonar, ni al que nos deja ni al que no quiere volver. Las fuentes pueden ser las mismas, los errores podemos conocerlos y ni así somos un poco capaces de perdonar y dar vida o dejar morir en paz a esta pasión que en algún momento fue un pequeña alegría con alas.









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