sábado, 9 de febrero de 2013

Apología hedonista

Diario buscamos, nos levantamos con esta pesadez del lento devenir para poder encontrar, con la más o menos vana esperanza (según sea el caso) de encontrar eso que se busca. Se busca, por principio la felicidad, o eso diremos los que no buscamos la supervivencia, lo que no hace plenos (qué, ojo, no completos), lo que nos llena, nos da peso. Esa búsqueda puede ser más o menos intensa dependiendo de qué tanto tiempo no dediquemos a lo urgente, que por principio siempre está antes que lo importante.

Entonces por ahora podemos decir que las jornadas se nos van en despertar para satisfacer lo urgente y atender lo importante cuando ya se haya cumplido con el itinerario oficial. Las felicidades, aunque bien conocidas, son pocas y simples, en otras palabras: difíciles de mantener.
Están estos pequeños placeres que son buenos hasta en los peores días. El cigarro bien fumado, el café bien preparado, el chocolate bien elegido, el hombre bien tenido. Los clichés tan queridos que son los sacos de granos, las compras o, cuando hay un poco más de tiempo, un poco de tele o una peli. Ahí están todos, en muchos casos al alcance de la mano, literalmente. Todo una despensa con nuestras  recetas personales favoritas.
Yo siempre he apoyado abiertamente los principios hedonistas: el placer por delante. Con el tiempo la vida me ha hecho un poco más estoica pero por naturaleza defiendo la buena vida: una honesta aspiración sibarita (que bien especifico honesta). No entiendo la infundada aversión por el placer, que no cualquiera sino el verdaderamente inocente.
Por qué inocente: bueno, la vida es cruel y llena de dobles intenciones, aun los placeres más puros y humanos son los más perversible. No hay placeres morales ensalzados en nuestra sociedad. El cuerpo humano está expuesto sin un mínimo de buen erotismo, todo está cargado de esta lujuria comercial tan alejada de nuestra realidad. La comida es una culpa o un lujo, o no engordamos y andamos flacos por la vida con nuestra cara de malcogidos o degustamos una extrafukin big hamburguesa  sabiendo que hasta la lechuga sola estaría más llena  de hormonas que un ratón sano. No hay placeres sin satanizar, ahí están: los siete pecados capitales patrocinando culpas y condenas desde hace algunos siglos.
Podemos decirnos humanistas y librepensadores para, con mayor saña, ensuciar tan sanas prácticas: cogiendo sin una pisca de creatividad amatoria, durmiendo sin prisa cuando más nos requiere la revolución, descansando en una paz que no se vive ni dejan vivir, ahí están, estamos, menospreciando al que lee poco, mintiéndonos como si no hubiera bellezas tan grandes y reales ahí en los parques o en los tranvías.
Tenemos amarrados los placeres y con sogas de poca monta. Somos tontas víctimas de nuestros prejuicios. ¿Qué, tan malo sería poder desear un día en que liberáramos, uno a uno, a nuestros siete pecados? Imaginad, imaginad con una imaginación sibarita y aprender a hacer de ello algo moral. Que no sea lujuria sino pasión, erotismo desencadenado, suelto para ser como es: animal y curioso. Que sea ira y dejarla ser enojo, frustración y miedo para poder entenderla, para poder controlarla. Y entenderla para saber que es ira y saber cómo pararla, dormirla, perdonarla. Es complicado pero si defendiéramos a estos placeres y construyéramos un andamio para disfrutarlos en serio, a conciencia y con conciencia, tal vez seríamos más felices y podríamos entonces asumir mejor lo urgente e, incluso, tal vez, hacer tiempo para lo importante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario