sábado, 26 de enero de 2013

Las cosas que amamos


Durante la búsqueda de la belleza aparecen en el camino pequeños y grandes detalles que parecen hechos para hacernos sentir. Involuntariamente se nos encogen los párpados sin reconocer bien cómo es que se activa en nosotros la sensibilidad a la belleza. En los ojos de quien mira está, al final, el misterio del vínculo inexplicable que nos une con lo que nos mueve: nos conmueve. 
Todo aquéllo llega a nosotros sin que nos demos cuenta: lentamente repta hasta lo más profundo de nuestra sensibilidad, se aloja en esa pequeña habitación que es nuestra memoria poética, la parte más suave de nuestro carácter. No es que hagamos nuestro lo bello sino que lo bello nos hace suyos, pertenecemos a esos detalles, a los cuadros de realidad que enmarcamos, a los sonidos que hacen que sonriamos y que nos llevan al lugar de nuestra alegría. 
Con un poco de atención, comenzamos a especializar de otra manera nuestros sentidos, a perfeccionar vista, olfato, oído, gusto y tacto para disfrutar plenamente todo ello. Nos educamos para comprender, desmenuzar los componentes como si con ello pudiéramos ser más poseedores y menos poseídos. Sin embargo es imposible. Amamos lo bello y somos de las cosas que amamos, podemos definirnos a partir de las cosas que amamos.
En las personas, la belleza puede ser aún menos sensitiva y más etérea, casi sólo humo, algo inaprensible. Amamos, sí, el olor de su sexo, el sabor de sus labios, la vista de cierta curva y el sonido de las palabras en su voz pero también amamos algo que aunque olemos no es propiamente un olor, acciones que se ven pero que no son imágenes, sonidos que son acciones: el sabor de su perdón, el tacto de su miedo, el olor de su esfuerzo, el sonido de su paz. Somos rehenes verdaderos del sonido ya no digamos de su risa sino de la risa que nos provocan, esa cadena es más fuerte que la que puedan hacer todas las demás bellezas juntas, es más fuerte y más peligrosa porque en ella hay dos encadenados. Ver y poseer belleza nos hace bellos, nos hace producir nuestra propia dosis de ese algo etéreo. 
La belleza nos ata, nos hace artistas en una cama, en las escaleras o en la cocina. Los que se aman son artistas exponiendo su arte en los parques y los asientos del transporte público y como a tales sus actos poéticos los definen: son buenos artistas en relación con la devoción y la pasión que tenga con su creación, con el compromiso y la lealtad que le profesen.
En ningún museo del mundo hay más belleza que la que podemos ver todos los días en la calle, debemos pararnos a adorarla, a admirarla a hurtadillas.
Debemos comprometernos, entregarnos a la creación, jugar al Louvre. Saber que al final uno no elije qué amar, que somos víctimas de nuestras musas y que al final no son sólo motivo, razón o fin sino nuestro refugio, santuario, cajón de nuestros ensueños. El rincón en el que estamos con lo aquellas cosas es el centro sagrado de ésta que debería ser nuestra religión, templo en el que somos iluminados y en el que no somos sino posesión de algo sencillamente puro y perfecto: es el momento en el que somos de la belleza.

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