sábado, 10 de octubre de 2020

28S

El pasado lunes 28 de septiembre de 2020, en la marcha por la despenalización del aborto y el derecho a decidir en CdMx, elegí quedarme afuera de los contingentes para seguirla desde el puesto de los policías. Todo el tiempo estuve detrás de ellos y entre ellos.

La idea de seguir la marcha así surgió por casualidad. Estaba en el cruce de Reforma e Insurgentes, justo frente a la esquina de la información cuando me la encontré de frente, en un ridículo alarde cinematográfico, quise grabarla con el teléfono mientras avanzaba hacia mí, venía de su nacimiento en el monumento a la Revolución. Cuando pasó, noté a los diferentes grupos policiacos, no eran todos iguales: había primero y a los costados grupos de mujeres; atrás, hombres. Se distinguían los uniformes: algunos de tránsito o las "Ateneas" (con un sutil distintivo rosa), había otros con chaleco antibalas o sin ellos y granaderos (no recordé en ese momento algo que ha surgido en redes posteriormente: Claudia Sheinbaum, actual jefa de gobierno de la CdMx anunció en su toma de protesta la eliminación del cuerpo de granaderos).

Desde la posición con la autoridad y no con la disidencia (como lo había hecho siempre) la marcha se veía distinta, el ambiente era otro, eran dos fenómenos simbióticos y simétricamente opuestos. En la marcha se respiran varios ambientes pero desde la profunda y pura sororidad: acostumbro ir sola (en contra de las recomendaciones) y sentir a mis hermanas desconocidas. Es un ejercicio de espíritu de manada, las oigo gritar consignas, cantar, reírnos, sonreírnos con los ojos detrás de paliacates, pasamontañas y, últimamente, tapabocas; las veo sonreír y abrazarse, consolarse entre desconocidas, furiosas y llenas de vida. Las reconozco temibles, me siento segura y poderosa. En otras manifestaciones, cuando lanzan gas lacrimógeno (que siempre lanzan y no poco) corremos para evitarlo y entre todas cuidamos a las que traen bebés o carriolas, si hay sillas de ruedas o alguna se cae la cercan de inmediato, siempre nos rodeamos y nos protegemos: es el lugar peligroso en el que me he sentido más segura jamás.

Entre los policías, el sentimiento fue el opuesto en todo momento y desde el principio, gran parte del tiempo transmití en vivo (para saber que si algo pasaba la evidencia estaría parcialmente segura y pública), la mirada de las y los policías era a veces de desconfianza, otras de odio, otras más de amenaza. En cuanto me rodearon sentí calos fríos y recordé las miles de noticias que he leído y oído sobre uniformados violando, matando, secuestrando o desapareciendo no sólo niñas o jóvenes, mujeres o estudiantes sino civiles en general. Sentí miedo nítido que ellos acentuaban con actitud agresiva.

Desde donde me crucé con el contingente, avancé con la autoiridad hasta balderas, unos quinientos metros más adelante sobre Juárez. Ahí había una pared de mujeres con escudos plásticos, granaderas, que impidieron el paso. Eran al menos unas seis o siete filas de mujeres apelotonadas en una presa humana y, más atrás, al menos una decena más de agentes varones.

La marcha habría avanzado quizá un kilómetro apenas desde el Monumento a la Revolución cuando, al toparse con este muro, fue encapsulada. Hasta donde vi y entendí no había contingentes ni antes ni después de los agentes por lo que todas las manifestantes estaban encerradas entre Balderas y Humboldt, menos de cien metros para unas 150, máximo 200 manifestantes.


Por un momento pensé que las retenían para controlar el avance y evitar las protestas hacia establecimientos o locales pero no se avanzó: pasó el tiempo y después de algunos intentos por romper el muro comenzó a cambiar la atmósfera. Las chicas de la marcha, en su mayoría mujeres de al rededor de 30 años y menores empezaron a sentirse encerradas. La proporción era ridículamente desigual: había al menos diez policías por cada manifestante. Hubo algunos enfrentamientos para lograr salir encabezados por las feministas más radicales pero poca mella hicieron, no había forma y fueron repelidos por gases lacrimógenos. De tres a cinco filas de mujeres con escudos las rodeaban en cercas y atrás, siempre atrás, los hombres policías.

Pasamos al menos una hora ahí. Yo grabando, recorriendo los alrededores, deambulando entre policías. Durante este tiempo pude notar varias cosas.

Había un grupo de hombres vestidos de civil. Hombres de entre 30 y 40 años con camisas o camisetas blancas. En un principio estaban a un lado del encapsulamiento riendo y comentando, destacaban pues parecían divertidos y que no estaban ahí por casualidad. Después descubrí a varios de ellos dando instrucciones, gritando y dando órdenes: iban con la policía pero no se distinguían como tal, se comportaban arrogantes, desdeñosos y prepotentes, les percibía casi divertidos conforme la tensión aumentaba.

Los y las policías de a pie no eran nada efectivos, afortunadamente. Después de un rato comencé a notar que son pésimos siguiendo instrucciones, están lejos de ser eficaces pues son torpes, sordos, descuidados e imprudentes. No conocen los protocolos y no pierden la oportunidad de distraerse. Están más preocupados en ser prepotentes que ágiles. En una verdadera situación de emergencia, o peligro, estoy segura de que sus deficiencias podrían cobrar víctimas.


La cantidad de agentes en proporción con la de manifestantes era absurdamente mayor. Yo calculo, al menos, diez a uno. ¿Cuál es el miedo a las manifestantes? No creo que una marcha sea capaz de modificar el verdadero estado político o social de un conflicto, a mi ver, estas manifestaciones ponen el tema del feminismo en la agenda, lo visibilizan y nos unen como grupo, sin embargo, considero todos estos valores más en el campo de lo simbólico que de lo real. Nuestro verdadero efecto se ve en los grupos de apoyo, en los de refugio, con las luchas en lo legal y en la militancia digital en la que informamos. Entonces ¿acaso los daños materiales son tan notables como para desplegar tal fuerza? ¿Fue un error de cálculo al estimar a las participantes? O acaso ¿el descontento de las mujeres es ya de por sí revolucionario y por lo tanto amenazante al grado de buscar asfixiar su campo de acción? Ya se tiene por cierto que los daños a edificios e inmuebles son más preocupantes en la agenda que atender los terribles problemas que sufrimos y, a mi ver, estos despliegues hacen patente que más vale trabajar un día, unas horas, en atacar y secuestrar a estas mujeres que reconocer y combatir las deficiencias, negligencias y crímenes cometidos por el estado en nuestra contra. Una vez más queda claro que la gran prioridad para el gobierno de la CdMx es proteger parabuses y mallas, edificios y esculturas.

No estoy segura de qué se perseguía con esta estrategia pero sospecho que era cansar a las mujeres. Sobre Juárez, entre Humboldt y Balderas, estuvieron más de una hora secuestradas. En una cuadra, bajo el sol, aisladas, el ambiente comenzó a tensarse, su desesperación era patente, el olor del miedo comenzó a llenarlo todo. Todos sabíamos que las chicas no iban a dejar que nada se sucediera sin dejar la piel en la lucha pero en el contingente encerrado había madres con niños de diversas edades, adolescentes llenas de miedo que suplicaban a las policías que las dejaran salir y a las que se les respondía con burla y sorna. Las feministas se hicieron con varios escudos y hubo varios enfrentamientos en las orillas pero era sencillamente desigual. En contra de lo que se cree, las mujeres suelen llevar un par de elementos para hacer fuego y protestar pero la consigna es, y siempre ha sido, no violentar a las mujeres policías. Los enfrentamientos fueron producto de la desesperación y la ansiedad, del miedo de estar rodeadas y aisladas. Los fuegos fueron siempre en una sola dirección: hacia aquellas que estaban presas. Las manifestantes no iban a lanzar fuego por una razón sencilla, no tenían a donde huir, era una cuestión de seguridad, no de templanza. Días después circuló una foto de Erika Martínez, la madre de una niña abusada que se ha vuelto símbolo de la lucha, confrontando de pie a las granaderas mientras los gases volaban sobre su cabeza. Ésa es la lucha que se cierne sobre nosotras: la voz de las madres que exigen justicia, de las víctimas y de las que sobrevivimos contra la fuerza del estado que busca y que persigue silencio a toda costa. El estado prefiere atacar mujeres para defender monumentos que hacer monumentos de las mujeres que nos defienden de los que nos atacan.

En ese contexto, el uso de lacrimógenos fue exagerado, brutal, innecesario y constante. Yo conté más de 30 detonaciones pero en los días posteriores hemos leído información que nos hace temer hasta 100 para una marcha de no más de 300 personas. Estas detonaciones no defendían el mármol sagrado del Hemiciclo de San Benito Juárez o las paredes de los intocables bancos o plazas. El humo atacaba a mujeres encerradas, desesperadas y agotadas después de una hora desesperante, extenuadas por el aislamiento. No hubo apenas daños materiales y, sin embargo, los mensajes de advertencia sobre la intoxicación por gas lacrimógeno, las quejas de picazón y urticarias, las crónicas del ardor en ojos y gargantas fue una constante entre colectivos y páginas militantes los próximos días. Una vez más: la violencia a las mujeres que debería ser motivo de indignación y queja social se llena de mensajes que justifican la violencia de una institución policiaca que permitió que sus agentes violaran a una niña de 14 años sin consecuencias o que mataron a un anciano por no llevar tapabocas al principio de la pandemia. No se debe olvidar ni por un momento quién es esa policía a la que hoy se defiende ni lo que ha hecho.

Y aún tras toda esta recopilación hay una anotación más que me ha dado vueltas y que ha hecho eco entre aquellos con los que compartí esta crónica. Las mujeres policías (con menor equipo y protección en muchos casos) fueron usadas como carne de cañón. Las pusieron al enfrente: todos los mandos que reconocí las trataron con desprecio, indiferencia, violencia o sardonia. En muchos casos al menos la mitad del efecto del lacrimógeno cayó sobre estas mujeres que, malpagadas, maltratadas y humilladas, eran enviadas casi "por castigo" por ser mujer, para pagar la culpa de lo que hacían sus hermanas. Las vi huyendo del gas, llorando y gritando mientras se tallaban los ojos y rascaban su ropa, consolando unas a otra el miedo, gritando por agua mientras los mandos las enviaban de regreso, una y otra vez, al frente a confrontar y expiar los crímenes de su sexo: el pecado original se sigue pagando. Hay un Adán siempre dispuesto a recordarnos que le debemos una costilla. Fueron las primeras en llegar, las últimas en irse. Se les veía en los ojos el miedo, muchas miraban despavoridas y hurgaban el paisaje con esperanza como deseando poder escapar. Ellas, abusadas por sus compañeros, violentadas por sus superiores, mártires involuntarias del fuego amigo lloraban enfrente de sus hermanas que lloraban a su vez. Mujeres confrontadas a mujeres por mandato de hombres que ríen, que las miran con gracia mientras suplican por agua para los ojos.

Los hombres, los granaderos equipados y entrenados, se mantuvieron siempre en segundo plano, seguros, contentos, haciendo chistes y gritando mientras empujaban (literalmente) a sus compañeras que dejaban la piel al frente de una lucha que es su lucha, no en su contra.

Esta lucha es nuestra, lo más nuestro que las mujeres hemos tenido: gritamos por nuestra vida, nuestra seguridad, no sólo por nuestras hermanas sino por nosotras mismas que estamos en este infierno de violaciones y muerte. Al menos nosotras decidimos estar de este lado, ellas son torturadas del otro.

Esta será la nueva pauta, la mujeres nos seguiremos encontrando: en las marchas por el derecho a decidir, para erradicar la violencia en nuestra contra, por la igualdad de nuestras condiciones, porque al menos a mí me queda claro que mientras ellos ríen y hacen chanzas nosotras aún tenemos un muro por delante.