jueves, 3 de enero de 2013

May the force be with you...


La  palabra “fuerza” debería tener dos entradas en el diccionario  por polisemia o, en el mejor de los casos, pasar a ser, mejor, dos palabras con formas distintas. La primeras sería aquello que necesitaban los grandes héroes para llevar a cabo las tareas titánicas del Olimpo, los caballeros para poder ir guardando fazañas en su haber, aquello que impulsa a los grandes deportistas a la meta. La fuerza de proporciones físicas que, por excelencia, reside en nuestros músculos y da impulso a nuestros pasos día a día. Sentimos su influencia en el cuerpo, su imagen se guarda en físicos esculturales, nos es necesaria para cargar bolsas y botellas pero ¿acaso no más?
Crecí pensando que para ser fuerte debía hacer ejercicio y comer bien, que me serviría para poder abrir siempre la mermelada, que se me notaría en unas piernas tonificadas y brazos atléticos. La dimensión física de la fuerza se me depositó tan profundamente en la cabeza que nunca se me ocurrió ejercitarla en mi mente, con mis pequeñas voces pues ellas necesitaban, más bien, paciencia o cariño.
Sin embargo la fuerza debería primero definirse en su dimensión moral (y para ello tener otra palabra): debemos tener un carácter fuerte. No es igual poder levantar treinta kilos en cada brazo que poder guardar silencio cuando no se tiene nada que decir. Es saber enfrentar, domar y cuidar, es una fuerza que no empuja sino que jala. No se trata de ser malencarado y gritón sino de tomar el suficiente tiempo para saber qué partes de nosotros necesitan un jalón de orejas, tener el coraje de hacerlo, de no ignorar aquello en lo que fallamos. En ese tono, por ejemplo, muchas mujeres parecen comprender la fuerza como un sinsentido feminazi que nos libra de la dependencia masculina y nos deja dar rienda suelta a emociones y sentimientos, dejarlos libres para expresarse y sobreexpresarse. Somos fuertes para los demás pero no para nosotros.
Esta fuerza no estaría depositada en los brazos sino en el hueco del estómago, el hueco que sentimos al tomar una buena decisión y es que, a menudo, se necesita fuerza para hacer lo correcto.
Si no tenemos cuidado, tomamos la fuerza como una magnitud unidireccional que empuja hacia afuera, que deja sacar lo que quiere salir so pretexto de ser fuertes e independientes. Nos comportamos como si no hubiera fuerza en la ayuda, en la cooperación sólo porque no se nos ha enseñado a unir fuerzas. Ser fuerte no es ser sola, ni ser una, ni rebelde ni debe ser una magnitud que empuja hacia fuera sino hacia adentro. ¿Cómo ser fuerza, en serio, sin resistencia que le dé medida?
Nuestro pensar ha sido educado para salir, nuestras pasiones para expresarse; entonces ésta debería cambiar de dirección y empujar hacia dentro, hacia el control del uno y no del otro. La verdadera fuerza no está en nuestra situación ni en lo que decimos sino en lo que aprendemos a callar basados en el conocimiento de nuestros errores. Tenemos que ser fuertes con nosotros para ser fuertes para los demás. Todo ello servirá para hacer lo correcto, para equivocarnos menos, para pagar el precio: pay the price, como dice mi expsicólogo. Nos hace falta ser fuertes para afrontar las bellezas de la vida, para hacer lo correcto: para poder pararnos frente al espejo y saber que depositamos todo y que hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos. La fuerza debe estar ahí para salvarnos de la decepción, para llevarnos a la gloria.
Creo en la fuerza como los jedis, como si fuera algo que nos alimenta desde la sangre y que debe ser usado para el bien aunque esto nos implique renuncias. Debemos ser firmes para poder mirar a los ojos al que se ama y renunciar, renunciar con fuerza, sin miedo, sabiendo que es lo único que se puede hacer porque no pudimos hacer el resto, para equivocarnos no con temor sino con ingenuidad, con ignorancia, para convertir las causas perdidas sólo en pérdidas.
Que la fuerza te acompañe para así poder mirar sólo hacia adelante, para poder pedir  perdón sin humillación, para enmendar (que rara vez se pueden corregir) los errores. Se necesita para poder salvar a las víctimas de tanta fuerza física que es la guerra, la tortura; para salvarlas de la debilidad de las palabras sin dueño, de la negación de los errores, de la testarudez de la mentira piadosa.
Hay que ser fuertes en línea recta (como los vectores de la escuela) para no perdernos en pretextos, para no jugarnos en azares, para no apostar con los ojos cerrados. Ser fuertes para lo que se necesite, para luchar por un amor o dejarlo ir: dejarlo ir, tal vez, porque no es fuerte y amor sin fuerza es nada más deseo. Tener fuerza porque no quiero aprender a ser débil, a dejar pasar, a no saber qué hubiera pasado si hubiera tenido las agallas de ir a preguntar, a insistir, a decir lo que se tiene que oír y a callar lo que me cuesta callar.
Por eso necesitamos otra palabra, la lengua es la voz del pensamiento, su dibujo en sonidos. Si fueran dos palabras sabríamos que son dos cosas distintas: una que empuja hacia afuera, otra hacia adentro. Así podríamos hablar de ser fuertes y saber que ello no es poder con las bolsas del súper sino poder hacer lo correcto. 

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