miércoles, 16 de julio de 2014

Quiero ser una princesa...

Quiero ser una princesa
Al diablo con las presidentes, al diablo con las científicas, las ingenieras y las astronautas: ¡yo quiero ser una princesa! Yo sé que no está de moda, que las feministas las critican, que es totalmente out usar vestido largo y tiara, que los zapatos de cristal han de ser la muerte y que rentar una torre a precio accesible va a ser imposible, pero no me importa: yo quiero ser una princesa.
En una era de facebook y twitter es complicado imaginar un personaje más anacrónico que la princesa. Su imagen ha sufrido años de lenta y mordaz devaluación gracias a las intensas campañas mediáticas y a los severos juicios que, con piel de cordero, cazan mordazmente cualquier atisbo de tradición, como si la función de la literatura fuera educativa en vez de artística. En la red abundan artículos y videos en donde se ensalzan a las niñas que desean ser chefs, astrofísicas o activistas mientras que juzgan severamente a las antiguas heroínas. Los padres y las feministas critican los roles sociales que las princesas presuntamente proponen tanto así que las versiones propuestas por la casa Disney han sido sometidas a intensas reinterpretaciones en las que de repente encontramos a Bella (de La Bella y la Bestia) tatuada y con liguero.
La modernidad es un tiempo difícil para usar tiara: la vida va demasiado rápido para esperar cien años a un príncipe, los espejos mágicos serían más deprimentes que los desfiles de Victoria Secret y subir al pretendiente al pen house con la fuerza del cuero cabelludo sería casi imposible en la era de los mohicanos y las chicas rapadas. La verdad es que tras siglos de existencia del cuento popular, su proliferación como textos fijados es relativamente breve: mientras que se calcula que algunos de los argumentos más comunes datan de edades anteriores a Cristo, no fue sino hasta el romanticismo que estos fueron recopilados y por lo tanto atados a esta inmutabilidad implícita en la escritura. Perrault y Grimm, fieles al espíritu de la revolución romántica, fueron pioneros en el rescate de estos textos para ofrecerlos a un público culto y refinado bajo la premisa de que estaban promoviendo la cultura popular, gran mentira pues el trabajo que efectuaban implicaba un inevitable cambio en la forma y en el contenido. No sólo se trataba de pasar al formato escrito un texto que llevaba cientos de años configurándose de manera oral, los temas y modos del vulgo no eran los apropiados para los nuevos receptores. El narrador y el público eran diferentes ahora, los narradores orales plasmaban en el texto no sólo sus convicciones morales y sociales sino que por medio de las historias las heredaban durante generaciones. Por otra parte, los cuentos ahora debían ser adecuados para los oídos propios y refinados de la burguesía a la que iban dirigidos o que, en cuyo caso, sería finalmente la verdadera lectora. La revolución no fue tal y domesticó a los cuentos como a animales salvajes: al lobo se le disfrazó de perro faldero, lo peinaron, bañaron y enseñaron trucos para que el flamante dueño lo sacara a pasear en sociedad.
Este cambio de look bien sirvió, los cuentos populares aun son fuente inagotable de nuevos textos: desde las centenas de publicaciones infantiles de los últimos cien años hasta la blancanieves que recién nos ofreció Hollywood y que se muestra rebelde cambiando al príncipe por el leñador, con su carácter que en vez de monárquico es casi mesiánico y que, sin embargo, de lo que realmente puede presumir es de tener menos carisma que nunca.
El truco fue eficaz y engañó a la mayoría, pero al final, como casi todos los trucos, terminó por ser aburrido y soso. Creer que las todas las princesas son así como Perrault decía es ingenuo: él trabajaba en la corte y le convenía mostrar chicas débiles y sumisas pero en la realidad las mujeres con más punch han existido siempre, también en los cuentos.
Mientras que Cenicienta se dejaba ser el trapeador de su madrastra en los cuentos cortesanos, otros textos realmente populares gozaban de chicas que hacían ver al príncipe su suerte: sodomizándolo con rábanos en el culo, abandonándolo tras una odiada boda, siendo ellas quienes salvaban a los enamorados que, a menudo, la regaban al caer en las trampas más tontas que uno pueda imaginar. En la tradición oral había de todo, la verdadera cuestión era saber si en los libros se quería ese todo. No hay forma de saber si en la corte tales narraciones hubieran sido exitosas o no, no se les ofrecían y, por lo tanto, esos textos quedaron relegados. En la tradición esas princesas han sobrevivido al margen pero la princesa, en abstracto, se las ha arreglado mejor de lo que los muchos se atreven a admitir.
En la actualidad los cuentos de autor sobre princesas proliferan en colecciones y editoriales de literatura infantil en varias lenguas. Si bien hay un buen número de colecciones rosas, encuadernadas con diamantina que incluyen a La Bella y la Bestia, Los Siete Cisnes y La Bella Durmiente, también hay un creciente número de princesas escritas por autores contemporáneos que vencen al dragón y dejan al novio (Tiemblen dragones, SM) usan el cabello largo para ser estrellas de circo y casarse con el hombre fuerte (La Princesas de lo largos cabellos, FCE) o que les gusta más estar solas que mal acompañadas, o más bien, peor acompañadas que bien acompañadas (La Princesa y el Pirata, FCE).
Es decir, los textos que fueron marginales durante muchos años hoy son accesibles y dejan en la luz a protagonistas fuertes, astutas, incluso manipuladoras o crueles, a veces. Ellas hacen lo que quieren y como quieren, idean sus cuentos y sus finales a su manera, sin perder la corona ni despeinarse. Estas temáticas son frecuentes y exitosas para las princesas modernas que las exploran y explotan. Asimismo, las heroínas marginadas muestran que el cuento popular es un sistema de ficción con reglas y estructuras más o menos regulares, no un cúmulo de prejuicios morales o sexistas. No son textos educativos, tampoco de adoctrinamiento sino un constructo estético que tiene qué aportar a la formación literaria y emocional del lector tanto como cualquier otra obra: cuestionando, provocando, sorprendiendo y cautivando al lector por medio de su discurso narrativo.
Las protagonistas contemporáneas juegan con la forma asociada a un personaje, problematizan los elementos que las acompañan y explotan recursos narrativos de varias naturalezas como la vuelta de tuerca, el nonsense, el absurdo o la exageración, mostrando así que ésta es un personaje tan sólido en su configuración literaria que admite cambios similares sin amenaza a su forma. La heroína puede fugarse con el pirata (La princesa y el pirata, FCE); ser gorda, redondodota y la mujer más orgullosa y feliz (Princesa Ana, FCE); puede cuestionar la voluntad y tradición hasta del propio género literario al desdeñar la boda, al príncipe y el reino para irse de trotamundos a conocer y descubrirse (La historia medio al revez, FCE). Ella puede hacer lo que sea sin dejar de ser princesa, es más, puede ir a la escuela (Las princesas también van a la escuela, FCE) y bien podría ser presidente, astrofísica o astronauta sin dejar de serlo.
La princesa es un personaje sin un referente cercano en la vida real, la gran mayoría de las niñas nunca podrán se verdaderas herederas reales ni vivirán en un castillo. Sin embargo, el mundo de ficción que ofrece es accesible para todas, universal en la simplicidad de sus implicaciones: cualquiera puede ser la más bonita de todas, además me parece un ideal sano de belleza creer que todas merecemos un príncipe que nos quiera tanto como para cruzar bosques encantados por nosotras. Los cuentos de hadas nos acercan a un mundo maravilloso e inexistente que nos anticipa el disfrute estético de la ficción, nos invita a un universo totalmente imaginario que nos permitirá un posterior acercamiento a construcciones ficcionales más complejas, nos entrenará de la manera más idílica en este juego de las invenciones que es la literatura.
Acercar a niños y niñas a este universo de castillos y espadas es no negarles un escape de la realidad, la realidad en la que serán presidentes, o corredores de bolsa o urbanistas. Realidad a la que nadie tiene que introducirlos pues ya nacen en ella. Es enriquecerles esta realidad con referentes llenos de ideales, de juego y sinsentidos que son el germen de la imaginación, la inventiva y la creatividad.
Después de mucho meditar, me he dado cuenta de que yo no tengo madera para las intrigas políticas, jamás podría estudiar astrofísica y que definitivamente no quiero salir de mi órbita, pero que sí quiero ser la que lleve la voz cantante en esta historia; de que si hay un príncipe, sin duda éste debe estar dispuesto a todo por mi mano; que al final tengo que aprender a gobernar este pequeño país que es mi departamento y que de vez en cuando todos tenemos que enfrentarnos contra uno que otro dragón.
Por eso pasan los años y yo sigo demandando mi derecho real a ser una princesa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario