sábado, 27 de marzo de 2010

27III10

Un solo color condena ante todo al engaño, al disimulo. Ante la monocromia no queda más que fingir demencia, no se puede acusar, ni temer, no hay más sentimientos que el abandono. La expresión se reduce a actos preestablecidos, decididos tácitamente que incuestionables se manifiestan: negro, luto; gris, seriedad; amarillo, alegría; rojo, pasión. No queda mucho por decir y nada por negar, vence lo convenido, con el tiempo y la convivencia viene el conocimiento de los colores de la vida de la gente, sabemos los tonos con los que la banda se envuelve.

Dejarse llevar por la irreverencia del color es rebelarse: disidentes del efecto visual. Contrastes, trastornos entre rosa y verde, choques entre matices de azul, confidencias entre rosa y naranja a los que acude un morado que nadie llama.

Así se generan novedades que se juzgan fácilmente de mal gusto: lo kitsch, lo cursi, lo exagerado, son términos génericos, intercambiables, que dicen lo mismo y más barato. No hay forma de defender lo que no combina.

Viva el color, el compromiso con lo extravagante, el reto a lo provocativo, el salto con lo inusual. No se trata de falta de atención por las mañana sino de reinventar el estilo, de negarse a la predicción, sospechar el buen gusto entre mucha ocurrencia.

El piropo se convierte en una sorpresa. Lo inesperado del halago es fuente de inspiración, una retórica entre lo que se hace y se repite, entre lo que se reinventa y se toma como motivo clásico. Nunca se busca pero siempre se agradece.

La mezcla de tonos no es un juego al azar, es rehusarse a entregar el alma y el pensamiento a una ideología visual: días morados, épocas azules, amigos azules y amigas rosas, actitud verde.

Es fácil llegar al fracaso cuando se juega con una gama de posibilidades infinitas: el buen gusto es complicado. Las ganas de cuestionarlo: infinitas

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